La guerra demoró editar la primera guía

Por Francisco N. Juárez

Los grandes caos estallan súbitamente y el atentado en Sarajevo de 1914 no careció de ese estupor. No sólo bastó para desatar la Primera Guerra Mundial sino que descolocó a un mundo todavía diplomático e ingenuo. La repercusión llegó a los pobladores del gran lago y a los de las estancias vecinas. Algunos alemanes arribaron desde las colonias de Chile y unos pocos británicos convergieron en Nahuel Huapí para seguir el agitado y peligroso viaje a Neuquén camino del puerto de Buenos Aires. Virtuales enemigos por el conflicto, juntos arriesgaron sus vidas en los rápidos del Limay para dispararse -poco tiempo después- desde trincheras enfrentadas. Curiosamente el conflicto también postergó por algunos años el primer libro turístico de la región que se propuso publicar el periodista Emilio B. Morales, ya aludido en estas páginas. Acababa de editar el dedicado a las Cataratas del Iguazú, y había vendido su diario (La Razón).

Impulsos de la Victoria

Entre quienes lo impulsaban a escribir otro libro turístico pero sureño estaba la acaudalada señora Victoria Aguirre. Era una anticuaria y coleccionista que dejó piezas valiosas a los museos Etnográfico de Buenos Aires e Histórico de Luján. En Misiones, doña Victoria atravesó la selva a principios de siglo para ver los saltos y donó fondos para abrir un camino que los uniera con Puerto Iguazú (ciudad ahora cruzada por el boulevard Victoria Aguirre, precisamente). El caserío de entonces se llamó por mucho tiempo Puerto Aguirre y también las pioneras andanzas de la dama viajera por el Nahuel Huapí dejaron huella. La cascada Victoria sobre el brazo de la Tristeza, y aún la estación homónima del ex ferrocarril Mitre se bautizaron en su homenaje. Había nacido en Buenos Aires el 6 de junio de 1858 y allí murió el 16 de marzo de 1927.

Al parecer Morales se disponía llegar al lago en el año «14 y escribir el libro-guía, pero el conflicto lo sedujo. Marchó al frente por un par de años como corresponsal de guerra junto al también periodista Juan José de Soiza Reilly.

Para 1917, cuando Morales resolvió su viaje, Bariloche tenía 1200 habitantes. Pero muchos de los que habían hecho inversiones importantes decididos a labrar el porvenir propio y el de la región, emigraron por el incumplimiento o demora del gobierno en otorgar los títulos de propiedad.

Para entonces el viaje convenía hasta Neuquén por tren. Se seguía en automóvil que, entre ida y vuelta hasta el lago, gastaba 20 latas de nafta (o sea 108 pesos y una cifra superior en cubiertas, cámaras y aceite). El tren a Neuquén llegaba los domingos casi a las 11 de la noche y el auto F.N. de 45 caballos de la empresa Amaranto Suárez partía a las 7 del lunes hasta Lonco Huanca (donde se hacía noche). A las 5 del día siguiente se viajaba a Pilcaniyeu hasta las 19. El tercer día era más corto: a las 12 terminaba junto al lago.

Desde Bariloche partían las tradicionales excursiones lacustres (más lentas). La policía cedía su lancha a condición de proveer la nafta y el aceite. En seis horas y media se completaba la recorrida por Playa Bonita, Puerto Moreno, islas Huemul y de las Gaviotas y puerto Sábana donde se compraban truchas. La región la controlaba el inspector Moffatt, pero el comisario era -desde hacía cuatro años- Julio E. Avila.

Entre pioneros y frutales

El viaje a Chile cruzaba por el paso Pérez Rosales con tres navegaciones andinas. Las excursiones terrestres de a caballo en su mayoría –animales que conseguía a precios módicos Juan Riveiro, titular del hotel Perito Moreno-, equivalía en gran parte a los circuitos con caminos hoy mayoritariamente pavimentados o afirmados.

Cada recorrida tenía el encanto de descubrir senderos que llevaban a casas de verdaderos pioneros. Uno llegaba a la casa de Bernardo Boock sobre el lago Moreno Este y otro hasta la frutal quinta de la viuda de Pothof. También se podía incursionar hasta el hogar británico de Frank Da Silva, quien había desenterrado en recorridas por la península de San Pedro, ollas, vasos y hasta un pito de barro, todos objetos que se atribuían a los misioneros jesuíticos. Antes de llegar a la península, zona de los enterratorios, se visitaba un colegio que entonces dirigía el padre Maag. En la excursión al lago Gutiérrez todavía estaba José Vereerbrütgghen, el médico pionero. No lejos se conseguían frutillas de los nativos Inalef (José María y Juan Agustín, que también alquilaban mulas y caballos). El viaje por Mascardi hacia El Bolsón necesitaba de carpas y «camas livianas», como indicó Morales en su guía, pero resultaba ideal hacer una noche con buena comida en lo de los hermanos Torrontegui. Ellos acababan de ser los mejores peones de Comisión Bailey Willis como lo habían sido de la de Límites. El premio por resistir el viaje -sin escaldarse- hasta El Bolsón, consistía en beber la cerveza que en ese tibio paraíso preparaban los pioneros Otto Typp y Jorge Hube. Con suerte, en un boliche, se podía topar con un verdadero cow-boy (Martin Sheffield) que deslumbraba a los parroquianos con su puntería –apagar una vela, por ejemplo-, luego pagar la cuenta en pepitas de oro, y marcharse al tranco en su tordillo.

Entre 1930 y 1937, años en los que se editarían otras dos guías, surgieron mejores caminos, llegó definitivamente el ferrocarril y algo después la primera línea aérea. La crisis económica se revertía de a poco y los fogosos creyentes del turismo privado lo arriesgaban todo: expandían y mejoraban los servicios. Aseguraban comodidades de hospedaje y transporte. Se encargaron lanchas destinadas a lagos apartados que se llevaron encaramadas en rodados todavía endebles. Se venía otra guerra que terminaría por entorpecer algunos tramos de ese progreso (caso del Cablecarril), pero podía más la obstinación.

La guía de Otto

Cuando el 9 de enero de 1930 llegó Otto Meiling a la punta de rieles («en segunda clase y tragando tierra») tenía un carrito que fabricó para sus bultos y un bote plegable en el que se proponía navegar para acortar su cruce a Chile. Huía de la gran urbe en busca de lo natural pero, recién arribado, conversó con un transportista («Baur se llamaba») que lo llevó hasta pueblo a cambio de cargar 1500 kilos de equipaje. También lo conectó con otro alemán que vivía en plena calle Mitre con la primera oficina de Turismo: Hans Hildebrandt.

Hans había llegado un año antes y pronto fue contador de Capraro, delegado del Automóvil Club Argentino y corresponsal de los diarios El Mundo, La Nueva Provincia y La Nueva Era (de Viedma). Su esposa, Teresa Delfina Bruni, además de maestra, fue secretaria inicial del Club Andino (vivieron en Bariloche hasta 1936 y luego en Rosario y Alemania). Con Otto, la primera guía profesional la prepararon para el verano siguiente. Tendría 100 páginas (a un peso) y «volví ese mismo año a Buenos Aires para imprimirla», recordó Meiling en el invierno de 1978.

Hans dominaba inglés e italiano, además de alemán y castellano, de manera que la «introducción» –suscripta el 30 de setiembre de 1930- se vertió en tres idiomas. La guía invitaba a paseos pueblerinos y excursiones. Entre los primeros sugería visitar al Criprés Histórico o Venerable del Lago de la calle Moreno, ya sin las cadenas que tenía cuando lo visitó Morales. O bien el taller de pintura del paisajista Américo Pannozzi y la primitiva estación de piscicultura, 5 kilómetros al Este del pueblo (ya se construía la nueva –adelantaba la guía- cerca de Puerto Moreno).

La publicidad de la guía era abundante, como la de los hoteles Parque de Eduardo May («suizo de primer orden», con cancha de tenis y atención políglota), el Central de Alvarez Hnos., el San Carlos de Felix Pettiti, el tradicional Italia de Festa, el Suizo de Röthlisberger y las pensiones Entre Lagos gerenciada por O. Halter, Tronador, en Mascardi y Traful, además de los hoteles trasandinos de R. Roth y Cía. Esteban Zufiaur y Leberle promocionaban su sodería, las cervezas regionales y hielo en barra. El turista prestaba atención al estudio fotográfico de Hector Pozzi, por entonces frente al hotel Italia o la casa de recuerdos Lührs. Es posible que Meiling necesitó otro bote plegable o terminó de pagar el que trajo en su viaje inicial: el «chivo» en su guía promocionaba a toda página la navegabilidad del kayak según catálogos de Juan Schielbold, de Buenos Aires. Pero ancló en Bariloche.

fnjuarez@rionegro.com.ar

Sociales de esta semana

• En la gran comilona del 20 de setiembre de 1938 en la Sociedad Italiana celebraron su día las familias peninsulares Speranza, Pellegrini, Soriani, Federicci, Longaretti y Debarba, entre otras.

• Recién en esta semana de 1942 se conoció en la ciudad lacustre la designación del doctor Mario E. Stornelli, como Director del Centro Anticanceroso local (retenía su cargo del Centro de Higiene Materno Infantil).

• La Prensa del 18 de setiembre de 1919 dio cuenta del homenaje que la porteña escuela Bernardino Rivadavia dedicó a Ada Eiflein en el cementerio Alemán. La niñita Paulina Singermann recitó un poema de González Carbalho dedicado a la periodista y educadora («Hada celeste de los sueños infantiles/que volcaste tus sueños en páginas sutiles…»). Frente a la tumba -Eiflein se había hecho enterrar entre sus padres- le rindieron homenaje sus mejores amigas: Sara Abraham, Mary A. Kenny y Olga de Adler.

• La queja barilochense por el atraso del correo consiguió repercusión telegráfica en la edición de La Prensa del 21 de setiembre de 1919. El automóvil postal que debía llegar el 10 a Pilcaniyeu, repentinamente –y con buen tiempo- regresó a Neuquén desde Mencué (en la mitad de camino). Medio mes sin cartas.


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