La ilusión iraní

Nunca hubo posibilidad alguna de que el régimen islamista iraní colaborara con la Justicia argentina para investigar el sanguinario atentado a la AMIA de julio de 1994 en que murieron 85 personas y quedaron heridas otras 300. Siempre fue fantasioso creer que estaría dispuesto a permitir el interrogatorio de los acusados de planearlo, entre ellos integrantes destacados de la elite gobernante. La única razón por la que hace un año representantes del régimen de Teherán firmaron un memorándum de entendimiento fue su deseo de aliviar las sanciones impuestas no sólo por nuestro país sino también por muchos otros, si bien por motivos distintos. Una vez logrado tal propósito, los iraníes archivaron el asunto, dejando en ridículo al canciller Héctor Timerman que había esperado anotarse un triunfo diplomático. Aunque por fin Timerman parece haberse dado cuenta de que fue víctima de una jugada cínica, sigue defendiendo la iniciativa al insistir en que, a pesar de todo, “el memorándum es un paso adelante”. El que los iraníes hayan engañado a alguien tan inexperto como el canciller Timerman, cuya gestión en este ámbito y otros se ve firmemente avalada por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, no debería motivar demasiada sorpresa, pero los iraníes no habrán previsto que les resultaría igualmente fácil convencer a los norteamericanos y europeos de que asegurarían que su programa nuclear no tuviera consecuencias militares a cambio del levantamiento de ciertas sanciones económicas. Aunque los líderes de Estados Unidos y la Unión Europea dicen que, merced al pacto que negociaron con los revolucionarios islamistas, éstos se han comprometido a limitar la producción de lo que necesitarían para dotarse de un arsenal nuclear, los iraníes mismos afirman que el programa está avanzando según lo previsto ya que no se han sentido obligados a modificar nada. Asimismo, en las semanas últimas distintos voceros del régimen han intensificado la retórica belicista, amenazando con castigar con dureza aleccionadora a aquellos países que según ellos son enemigos del islam, y para subrayar su actitud acaban de enviar algunos buques de guerra al océano Atlántico, acercándose a aguas territoriales estadounidenses. Por lo demás, la televisión estatal iraní se ha encargado de calentar el clima bélico difundiendo películas en que aviones y misiles de la República Islámica destruyen buena parte de Israel y hunden un portaaviones norteamericano en el golfo Pérsico. Tal vez sólo sea cuestión de propaganda destinada a desviar la atención de los iraníes de la voluntad del régimen de hacer concesiones humillantes bajo presión occidental, pero también es factible que los islamistas estén preparándose para enfrentar la prevista reacción de Israel ante el eventual anuncio de que un país gobernado por individuos que se proclaman resueltos a borrarlo de la faz de la Tierra se ha pertrechado con armas que le permitirían hacerlo. Lo mismo que Timerman y Cristina, el presidente norteamericano Barack Obama y sus homólogos europeos, además de sus asesores más influyentes, quieren creer que, en el fondo, los teócratas iraníes comparten su propia forma de pensar y que nunca se arriesgarían a desatar una guerra atómica o una carrera armamentista que les sería costosísima. Por lo tanto, festejaron el reemplazo del “duro” Mahmoud Ahmadinejad por el “moderado” Hassan Rohani como presidente de Irán, pasando por alto la trayectoria nada “moderada” de éste y el hecho de que el poder real quedara en manos del truculento “líder supremo” Ali Khamenei. El deseo de la mayoría de los dirigentes occidentales de confiar en la buena fe de Rohani e incluso de Khamenei puede entenderse: si creyeran que los miembros más poderosos del régimen toman en serio su propio “relato” según el cual pronto habrá una guerra universal de la que su variante del islam saldría triunfante, tendrían que hacer cuanto resultara necesario para eliminar la amenaza a la paz así supuesta. Se trata de una alternativa que, como es natural, los horroriza. Así y todo, si la historia nos ha enseñado algo, esto es que persuadirse de que si uno mismo quiere la paz todos los demás, incluyendo a los más belicosos, la querrán también puede tener consecuencias inenarrablemente trágicas, motivo por el que sería mejor que no bajaran la guardia los norteamericanos y sus aliados europeos.


Nunca hubo posibilidad alguna de que el régimen islamista iraní colaborara con la Justicia argentina para investigar el sanguinario atentado a la AMIA de julio de 1994 en que murieron 85 personas y quedaron heridas otras 300. Siempre fue fantasioso creer que estaría dispuesto a permitir el interrogatorio de los acusados de planearlo, entre ellos integrantes destacados de la elite gobernante. La única razón por la que hace un año representantes del régimen de Teherán firmaron un memorándum de entendimiento fue su deseo de aliviar las sanciones impuestas no sólo por nuestro país sino también por muchos otros, si bien por motivos distintos. Una vez logrado tal propósito, los iraníes archivaron el asunto, dejando en ridículo al canciller Héctor Timerman que había esperado anotarse un triunfo diplomático. Aunque por fin Timerman parece haberse dado cuenta de que fue víctima de una jugada cínica, sigue defendiendo la iniciativa al insistir en que, a pesar de todo, “el memorándum es un paso adelante”. El que los iraníes hayan engañado a alguien tan inexperto como el canciller Timerman, cuya gestión en este ámbito y otros se ve firmemente avalada por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, no debería motivar demasiada sorpresa, pero los iraníes no habrán previsto que les resultaría igualmente fácil convencer a los norteamericanos y europeos de que asegurarían que su programa nuclear no tuviera consecuencias militares a cambio del levantamiento de ciertas sanciones económicas. Aunque los líderes de Estados Unidos y la Unión Europea dicen que, merced al pacto que negociaron con los revolucionarios islamistas, éstos se han comprometido a limitar la producción de lo que necesitarían para dotarse de un arsenal nuclear, los iraníes mismos afirman que el programa está avanzando según lo previsto ya que no se han sentido obligados a modificar nada. Asimismo, en las semanas últimas distintos voceros del régimen han intensificado la retórica belicista, amenazando con castigar con dureza aleccionadora a aquellos países que según ellos son enemigos del islam, y para subrayar su actitud acaban de enviar algunos buques de guerra al océano Atlántico, acercándose a aguas territoriales estadounidenses. Por lo demás, la televisión estatal iraní se ha encargado de calentar el clima bélico difundiendo películas en que aviones y misiles de la República Islámica destruyen buena parte de Israel y hunden un portaaviones norteamericano en el golfo Pérsico. Tal vez sólo sea cuestión de propaganda destinada a desviar la atención de los iraníes de la voluntad del régimen de hacer concesiones humillantes bajo presión occidental, pero también es factible que los islamistas estén preparándose para enfrentar la prevista reacción de Israel ante el eventual anuncio de que un país gobernado por individuos que se proclaman resueltos a borrarlo de la faz de la Tierra se ha pertrechado con armas que le permitirían hacerlo. Lo mismo que Timerman y Cristina, el presidente norteamericano Barack Obama y sus homólogos europeos, además de sus asesores más influyentes, quieren creer que, en el fondo, los teócratas iraníes comparten su propia forma de pensar y que nunca se arriesgarían a desatar una guerra atómica o una carrera armamentista que les sería costosísima. Por lo tanto, festejaron el reemplazo del “duro” Mahmoud Ahmadinejad por el “moderado” Hassan Rohani como presidente de Irán, pasando por alto la trayectoria nada “moderada” de éste y el hecho de que el poder real quedara en manos del truculento “líder supremo” Ali Khamenei. El deseo de la mayoría de los dirigentes occidentales de confiar en la buena fe de Rohani e incluso de Khamenei puede entenderse: si creyeran que los miembros más poderosos del régimen toman en serio su propio “relato” según el cual pronto habrá una guerra universal de la que su variante del islam saldría triunfante, tendrían que hacer cuanto resultara necesario para eliminar la amenaza a la paz así supuesta. Se trata de una alternativa que, como es natural, los horroriza. Así y todo, si la historia nos ha enseñado algo, esto es que persuadirse de que si uno mismo quiere la paz todos los demás, incluyendo a los más belicosos, la querrán también puede tener consecuencias inenarrablemente trágicas, motivo por el que sería mejor que no bajaran la guardia los norteamericanos y sus aliados europeos.

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