La infatigable lucha del pueblo checheno

Por Emilio J. Cárdenas (*)

El reciente secuestro terrorista de cientos de inocentes espectadores que estaban en un teatro, en Moscú, por militares chechenos y su secuela de víctimas al tiempo de ser «liberados», no ha hecho sino reavivar -en todo el mundo- la sensación de que, en Rusia, hay un conflicto largo, extremadamente sangriento y ciertamente aún no resuelto: el de Chechenia, una región montañosa ubicada al sur de Rusia, entre el mar Negro y el mar Caspio, con frontera con Georgia y cercanía con Azerbaiján.

La resistencia nacionalista chechena a la dominación rusa del Cáucaso se remonta al siglo XIX y ha aumentado paulatinamente, en intensidad y en violencia.

El manejo por los rusos de esta difícil cuestión fue siempre extremadamente duro. Particularmente en tiempos del régimen criminal de Stalin, que deportó a prácticamente toda la población chechenia. Unos 400.000 habitantes, en aquella época, fueron trasladados por tren -por la fuerza- a otros lugares, en Asia Central. Muchos de ellos murieron en el viaje, como consecuencia.

Lo mismo ocurrió, cabe recordar, con los tártaros de Crimea, los ingushes, los balkars y tantos otros. Pero nadie hablaba, y todavía hoy no se habla suficientemente, de los horribles crímenes soviéticos.

Occidente tuvo por demasiados años una extraña condescendencia con el comunismo. Quizás porque lo tenía adentro, con miles de «compañeros de ruta» socialistas instalados en las letras y en el universo del periodismo. Como hoy.

Recordemos que los soviéticos llamaban, en su momento, a las minorías «pequeños pueblos». Todo un eufemismo. Pese a lo cual, los trataban arbitrariamente, sometiéndolos.

Cuando el colapso de la Unión Soviética y su utópico modelo económico-social, en 1991, los chechenos, que jamás habían sido realmente independientes, liderados por el general Dzhokhar Dudayev, depusieron rápidamente a la administración socialista de la entonces República Autónoma de Chechén-Ingush. Apoderándose de Grozny, su capital. Con la ilusión de adquirir, como otras naciones, su independencia de la Federación Rusa.

Lamentablemente para ellos, ocurrió que esa desordenada «toma de poder» condujo a Chechenia a la anarquía más completa. Una conjunción de mafias políticas, radicalismos religiosos y bandas criminales sumió a Chechenia en el caos. Transformándola en una suerte de «paraíso del crimen». De allí que la Federación Rusa no pudiera siquiera pensar en aceptar lo sucedido y dispusiera defender, a toda costa, su integridad territorial.

La reacción chechena formaba parte de unas trescientas declaraciones de independencia que todavía «flotan», más o menos desatendidas, en el universo ruso. Algunas se refieren a naciones, como Tatarstán, Bashkoristán, Yakutya o la propia Chechenia. Otras, en cambio, sólo a regiones, distritos o hasta simplemente ciudades.

En 1994, el presidente Boris Yeltsin y sus comandantes decidieron retomar la lógica del absolutismo y tomar el control sobre la convulsionada región, interviniendo por las armas. Brutalmente. Destruyendo literalmente a Grozny. Sin que, en muchas manzanas de la ciudad, quedara piedra sobre piedra.

Lo que naturalmente radicalizó -aún más- a la juventud chechena. Y, peor aún, atrajo la simpatía (y el apoyo financiero y terrorista) desde distintos rincones del mundo islámico.

Dos años de intensa guerra terminaron en 1996 con un acuerdo bilateral que concedió a Chechenia un tan inusual, como ficticio, status de «cuasi-independencia». Para los rusos, probablemente tan solo una variante más de su «vranyo», esto es de sus tradicionales esquemas de «disimulo de la realidad». Nada más.

Como en Nagorno-Karabakh, Moldavia, Georgia o Tajikistán

Atento a que Dudayev había sido muerto en combate, el entonces comandante de las tropas chechenas, Asla Maskhadov, fue fácilmente electo presidente. Algo más equilibrado que las facciones más radicales, lideradas por Shamil Basayev, Maskhadov tuvo enseguida dificultades para consolidar su poder fuera de Grozny. Por ello perdió la confianza de los suyos y la de los propios rusos, quedando -debilitado- en el peor de los mundos. Y transformando a Chechenia en una suerte de gran «aguantadero» criminal, en el que las bandas mafiosas circulaban libremente con los rehenes secuestrados más allá de ella, por los que trataban de obtener todo tipo de rescates.

En 1998, apareció otra fea novedad, que llegó desde el mundo de la religión.

El fundamentalismo islámico declaró la «guerra santa» (yihad) contra Rusia. El objetivo era (y sigue siendo) «liberar» a Chechenia y Daguestán de toda presencia rusa. Particularmente la militar. Y transformar a Chechenia en una república «teocrática» islámica.

Rusia se ha impuesto hasta ahora en el terreno de las operaciones militares. Pero a costa de alimentar al terrorismo, que se instaló en sus propias entrañas. Con una sangrienta filosofía operativa que no reconoce límite moral alguno.

En 1999, el presidente Vladimir Putin reactivó la intervención militar rusa en Chechenia. Desde entonces la ocupación y presencia rusas son manifiestas e inocultables. Y severísimas.

Para complicar aún más las cosas, las fuerzas terroristas de la «resistencia» chechena están profundamente divididas. Lo que hace imposible el diálogo organizado y las conversaciones racionales, transformando a todo en un universo anárquico, donde la racionalidad brilla por su ausencia.

Un auténtico «pandemonium» contemporáneo. Con raíces milenarias y odios renovados permanentemente. Y una triste característica: la ausencia de paz.

(*) Ex representante argentino

permanente ante la ONU


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