La infidelidad del legislador

Por Ricardo Gamba

Redacción

Por Redacción

Las decisiones partidarias y de los bloques son otro claro ejemplo de un procedimiento que se ha fijado en nuestra constitución real, que elude y deja en letra muerta aquellos indicados por la Constitución escrita y el espíritu del republicanismo que en ella domina.

La vieja idea republicana de que los legisladores son representantes del pueblo, un axioma de la república democrática que no podría eliminarse sin eliminar su mismo fundamento, ha sido reemplazada de hecho por el uso de reglas corporativas informales según las cuales la obediencia y responsabilidad de un legislador se reparte entre su partido, la Legislatura considerada como cuerpo y más informalmente aún, su bloque. Que un legislador deba obediencia a un grupo que ni siquiera está contemplado en la Constitución, ya de por sí debería llamar la atención respecto de la profunda distorsión que eso supone.

El bochorno cotidiano de una cámara en la cual todo el mundo llega sabiendo lo que va a votar y que deja al debate público en un deplorable espectáculo circense donde nada real está en juego, y en el cual se ve el bostezo y aburrimiento de la mayoría que está esperando que termine el rito inútil del debate para votar lo que ya se decidió e irse a hacer las cosas importantes que lo esperan, es la evidencia a gritos de la decadencia de la función por obra de prácticas acordadas y respetadas internamente por los políticos, que escamotean los procesos de representación, control y conocimiento de la opinión pública.

Un legislador no puede libremente definir sus fidelidades, ni las costumbres establecidas por ellos mismos reemplazar las normas que les vienen fijadas por la Constitución.

El lento y sigiloso avance de una costumbre que le ha ganado finalmente a la letra constitucional, la de creer que las disposiciones que regulan el ejercicio de su función les pertenecen como si fueran propiedad privada, y por lo tanto disponer de ellas a su antojo, por simple acuerdo «político», ha permitido el casi total desplazamiento de las prácticas legales por otras que subvierten el sentido y espíritu de las instituciones republicanas. La fidelidad al cuerpo, al bloque o al partido, manifestada y exigida sin la menor vergüenza, es la confesión lisa y llana de que la fidelidad fundamental, al pueblo o a la patria, ya no cuenta más que retóricamente.

El problema de la relación de un legislador con el partido presenta algunas dificultades en la teoría y práctica política, pues los partidos son medios necesarios de la vida política y por lo tanto un vínculo legítimo que puede presentar complicaciones a la hora de definir las fidelidades del legislador. El tema es, sin duda, asunto de debate.

Pero lo novedoso aquí es el sometimiento al cuerpo legislativo y al bloque, dos absurdos mayúsculos de nuestra práctica política. En el primer caso, supone la idea de que el cuerpo tiene un fin y sentido propio, independiente de su carácter de instrumento de la voluntad del pueblo. Que una cámara llegue a fijar reglas no escritas que subordinen la voluntad de sus miembros individuales, y que se llegue a amenazar con el adjetivo de traidor a aquel que piense en no respetarlas, es convertirlas en una corporación mafiosa que antepone sus propios intereses de grupo a su función de representantes del pueblo. El triste espectáculo del senador Cafiero implorando a sus compañeros que lo perdonen por haber roto el pacto de silencio protectivo, y señalando hasta el hartazgo que él había sido «leal» al cuerpo, muestra con claridad esta profunda distorsión de la conducta de los legisladores.

Lo de la disciplina de bloque entra ya en el reino del absurdo y del terror. Que una simple organización administrativa interna, creada a los efectos de facilitar el trabajo de los legisladores, se haya convertido en una suerte de corporación a la que los legisladores individuales deben obediencia, no puede considerarse menos que alta traición a la función. El carácter secreto de estas reuniones y de lo que en ellas se negocia, termina de pintar con los colores del bochorno a estas formas ilegales de concebir la función legislativa.

Para todo esto han llegado a deformar al extremo la idea de la publicidad propia de la República. En la concepción de nuestros negociadores de leyes, la publicidad no quiere decir nada más que el cumplimiento formal de que aquello que sancionen salga en el boletín oficial. El debate público sincero, la exposición abierta de razones y contra-razones, el diálogo con la opinión pública, la transparencia de los motivos que fundan las decisiones, etc., condiciones necesarias a la vida republicana, han sido sistemática y conscientemente erradicadas de la vida política y de las obligaciones de los representantes, reemplazadas por la fidelidad a los grupos que aseguren su permanencia en el poder y por los acuerdos secretos en los cuales naufraga toda imagen seria de la función de representantes del pueblo. La obligación de responder al pueblo y a las leyes supremas que regulan el ejercicio de la función delegada, son las víctimas primeras de todo esto.


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