La ley del deseo

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Agustín Cabán está por despedirse de la profesión. Hasta hace unos minutos, justo antes de que el lector tomara entre sus manos «Púrpura profundo», era el crítico de música clásica más importante de un diario de San Juan, Puerto Rico.

No deja de ser un hecho traumático. Son demasiados años de letra y pasión. Y pasión porque Cabán es un seductor hambriento y de horizontes amplios. «Despedirse de la profesión es como despedirse del sexo. Uno se aferra, yo me aferro a este pequeño escrito como si fuera un cuerpo de mujer, el último que abrazaré en mi vida», dice en el primer párrafo de un libro que no escribió en la realidad, pero aparece parcialmente publicado en la novela de Mayra Montero. Este librito de aspecto inocente -tapas rosadas, formato menos que mediano, con un violoncello en la portada- forma parte de la siempre inquietante colección «La Sonrisa Vertical».

En las páginas blancas, palabra tras palabra, se adentra en las nociones más profundas del deseo para transformarse en un ave de presa de nuestra conciencia. Caperucita persiguiendo al lobo.

No saldremos, sus navegantes, indemnes de este mar. Montero ha escrito una obra preciosa y conmovedora. Un arma de doble filo que desnuda a su crítico y de paso nos desnuda a todos. Cabán es un hombre, al igual que el anónimo escritor erótico del siglo XVIII rescatado por Antonio Escohotado en su «Memorias de un libertino», de pasiones serenas. Sobre todo lo hipnotiza el sexo. ¿Y a quién no?

Por cada artículo tiene una escaramuza para contar. De algunas sale bien parado, apenas con un sabor en los labios; de otras se retira a gatas o debe huir con los pantalones bajos y sin honor a los seguros pliegues de las sábanas matrimoniales. Las menos ve su propia vida transformada, porque se ha enamorado en el plazo que va de la inquietud al conocimiento más cabal del otro.

Su tránsito hacia la muerte está dominado por el deseo. Sin discriminar entre hombres o mujeres sino entre músicos y el resto de la humanidad. «Le desabotoné la camisa y lo besé en el cuello. Me pareció oír que sollozaba y le pedí a Dios que no dejara que Verret se me derrumbara en ese instante; que no permitiera que se transformara en un guiñapo lleno de culpa y arrepentimiento», recuerda acerca de su encuentro con un pianista eximio.

Y luego escribe sobre Virginia, una violinista voluptuosa como su sonido: «Le tomé las manos, unas manos increíblemente delicadas para ese cuerpo de mulata relamida. Se las besé; trataba de medir mis pasos, pero me imaginé que esos besitos húmedos, breves, en cierta forma desinteresados, no la perturbarían demasiado. Pronto comprendí mi error: la perturbaban».

La música es lo más parecido al sexo, y sus momentos supremos están emparentados con el orgasmo. Esta es la filosofía de Agustín Cabán que escribe y relata ante los ojos extasiados, aterrorizados de su mejor amigo Sebastián. El voyeur que no se atreve a vivir pero sí a leer.

Aunque nunca la literatura superará a la carne. Ni a las leyes del deseo.

Claudio Andrade


Agustín Cabán está por despedirse de la profesión. Hasta hace unos minutos, justo antes de que el lector tomara entre sus manos "Púrpura profundo", era el crítico de música clásica más importante de un diario de San Juan, Puerto Rico.

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