La ley laboral y las razones de Estado
Por Osvaldo Alvarez Guerrero
La primera reflexión respecto de la cuestión de la reforma de la ley laboral debiera ser de carácter ético-constitucional. Por cierto, para ello es exigible un grado de abstracción, una difícil capacidad de abstenerse de los aspectos circunstanciales. Impone una mirada más profunda y más general, para penetrar en lo que resulta el núcleo del problema. La centralidad de los debates, el saber de qué se trata en realidad suele estar escondido por lo puramente actual, que es siempre una superficie excitante y por lo tanto frecuentemente engañosa. Entonces la perspectiva se desplaza hacia los aspectos periféricos de la cuestión, por una suerte de temor a enfrentarnos con el problema real, cosa que es mucho más compleja y grave.
El tema de los sobornos en el sistema institucional es central, porque hace a la necesaria credibilidad y confianza de la ciudadanía en la actividad política y en los poderes del Estado. La desconfianza y la sospecha -por cierto, muy justificadas en la Argentina- se transforman en un sentimiento negativo, sin fisuras y de plena convicción. Anula la conciencia cívica y la aparta del examen crítico, esclarecedor y racional. Sin embargo es precisamente esa carencia de reflexión crítica racional lo que fundamenta la existencia de un Estado de derecho democrático, lo que ha de ser sinónimos de sensatez, equilibrio y cultura cívica. Porque el fundamento de la institucionalidad democrática no puede ser una credulidad ciega y absoluta, que hegemoniza las opiniones y desprecia el examen crítico. Ni puede ser tampoco la incredulidad absoluta, porque lleva fatalmente a la resignación y la indiferencia.
El escándalo institucional del Senado se generó con motivo de los procedimientos utilizados para la sanción de la ley laboral. El público tiene posición tomada respecto de ese bochorno. En mi opinión, ello no es suficiente para entender con claridad lo que genuinamente está en juego. Cuando se dictó esa ley, hace ya tres años, había hecho eclosión una cuestión que se mostraba por el gobierno, por los organismos internacionales, por el empresariado nacional y extranjero y por buena parte de la opinión pública, aunque no se utilizara el término como una razón de Estado. Recordemos su significado: la razón de Estado es un principio según el cual toda consideración ética debe estar subordinada a la preservación de la salud y permanencia del Estado. Por extensión, es una teoría invocada frecuentemente por los gobiernos para justiciar sus actos ilegales e incluso sus procederes delictivos. Se cimienta en la consigna de que «el fin justifica los medios», atribuida a Nicolás Machiavello.
La necesidad de reducir los costos laborales, lo que se llamaba el impuesto al trabajo, la flexibilidad de las relaciones contractuales, tenía para entonces las características de una urgencia extraordinaria. El gobierno y casi todos los medios de comunicación la planteaban. Se pretendía, por una parte, resolver el problema del desempleo, aun hoy el más dramático que enfrenta la sociedad. La ley permitiría, se alegaba, crear rápidamente nuevos puestos de trabajo, nuevas inversiones para recuperar la economía en recesión aguda y asegurar la paz social en peligro. Se publicitaba que la ley impondría una renovación de las dirigencias sindicales corruptas y privilegiadas que pretendían sostenerse sobre la base de la eternidad de viejos convenios colectivos de trabajo.
Pero, sobre todo, la sanción de la ley posibilitaría, y esto aparecía como lo más urgente, la renovación de créditos del exterior y la prórroga de los vencimientos de la deuda vencida. La ley era reclamada con apremio por el FMI y exigida por el gobierno de los Estados Unidos, que sólo así nos apoyaría en las gestiones de renegociación de la deuda y la obtención de los blindajes y garantías, los cuales harían salir de aprietos financieros del país. Estaba amenazada la convertibilidad, por entonces base indiscutible de toda prosperidad según la opinión masiva de los argentinos. Si la ley no se sancionaba rápidamente, fracasarían irremediablemente todas las negociaciones con los organismos internacionales. Una verdadera catástrofe económica y social que destruiría el sistema político en su conjunto.
En esas condiciones la sanción de la ley era una implícita razón de Estado, aunque esta expresión no se utilizara. Los medios para obtener esa sanción, fueran legales o ilegales, irregulares o hasta delictivos, justificaban el fin. Lo grave es que la aceptación y hasta el entusiasmo por las «razones de esta razón» son casi un hábito, una creencia bien arraigada en buena parte de los argentinos.
La ley salió. E igualmente se produjo la hecatombe financiera y la caída del gobierno pocos meses después. Y aparecieron las sospechas sobre sobornos a los senadores, que ningún resultado tuvieron en los Tribunales. Pero muy pocos argentinos impugnaron el contenido de la ley. Se denunciaba la irregularidad de su sanción, pero se omitía curiosamente señalar las causas del presunto soborno. ¿Qué motivo tan imperioso e inevitable los había empujado a comprar ilícitamente su sanción? ¿Cuál era el fin tan loable perseguido para cometer semejante delito? Si la ley era tan buena y útil, ¿para qué los sobornos a opositores y oficialistas? Y si era mala, ¿por qué no modificarla de inmediato? Esas preguntas estaban ausentes del debate, con cierta hipocresía generalizada. El contenido y el sentido de la ley no se pusieron en discusión por la opinión pública o publicada. No fue motivo de ninguna protesta, corte de rutas, ni piquete o cacerolazo. Tampoco había críticas de contenidos por muchos senadores y diputados que la habían votado en contra. Es más: durante la campaña electoral ningún candidato prometió la derogación de la ley. Ese no fue punto de discusión. Los gobiernos, incluido el actual del Dr. Kirchner, ignoraron la cuestión. Sólo se activó después de la confesión del Sr. Pontacuarto, ex secretario legislativo del Senado, que provocó la reapertura de las investigaciones judiciales.
Lo que ha ocurrido sin embargo debe llamarnos a una enseñanza que sigue ausente. El caso de la ley laboral fue quizá el más paradigmático, pero antes y después de él hubo otras invocaciones al pragmatismo exigido por las situaciones excepcionales para cometer ilícitos y quebrar la juridicidad por parte de los gobernantes. El Estado de derecho democrático contiene una ética y es inaceptable, ni siquiera en opinión, ni en palabra, la tesis de la neutralidad de los medios utilizados para ello. La razón de Estado, la excepcionalidad de la situación que se pretenda remediar, siempre tiene límites precisos e infranqueables. La corrupción y la ilegalidad nunca pueden tener justificación. En un Estado de derecho, el fin no puede justificar los medios. En este caso de la ley la
boral, los fines buscados y los medios elegidos han sido erróneos y aberrantes. El pragmatismo indiferente a la ética fracasó, finalmente, en su propia sustancia. Sería interesantísimo y de alta pedagogía política hacer una historia de los fracasos prácticos del realismo pragmático y de la invocación a la excepción. A mi juicio, la ley 25.250 fue mala para los trabajadores y para los desocupados y no fue buena para la economía del país, aunque desde luego hubo algunos beneficiados. Esta es materia opinable, aunque quizá extemporánea, teniendo en cuenta los resultados. Pero sobre todo fue muy mala para las instituciones de la República y para la confianza en ellas que, y éste es un hecho no opinable, han sufrido daños irreparables.
Por Osvaldo Alvarez Guerrero
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