La llegada del censor perfecto

Hay escritores cuyos nombres dan pie a adjetivos que saltan por encima de las fronteras lingüísticas. En los países de cultura europea, por lo menos, todo lector empedernido entiende el sentido de homérico, ciceroniano, dickensiano o borgiano. También sabrá que orwelliano alude a los métodos utilizados por los regímenes totalitarios para manipular el pensamiento de quienes tienen la mala suerte de estar a su merced.

Fue apropiado, pues, que hace poco las versiones digitales de dos libros célebres de George Orwell, «1984» y «Rebelión en la granja», se vieran borradas instantáneamente de los aparatos electrónicos Kindle que ya usan centenares de miles de personas. Por fortuna, sigue siendo fácil conseguir ejemplares impresos fuera del alcance de los interesados en suprimirlos, pero es de prever que en los años próximos una proporción creciente de las obras escritas nunca se convierta en objeto físico que en caso de emergencia uno pueda ocultar. Como resultado, el mundo estará a un paso de una nueva edad oscura.

La empresa responsable del zarpazo orwelliano, Amazon, se justifica diciendo que al darse cuenta de que carecía de los derechos para vender los libros tuvo que retirarlos de los adminículos electrónicos y devolver el dinero a sus clientes. Asimismo, golpeado por la reacción indignada que provocó la maniobra, jura que no lo hará en el futuro. Pero no se trata sólo de un error cometido por una empresa comercial. Al mostrar lo fácil que es modificar radicalmente el contenido de las bibliotecas electrónicas, Amazon informó a todos los totalitarios del planeta que dentro de poco les será dado controlar lo que lea la gente con un grado de precisión que envidiarían los norcoreanos, los iraníes y los sauditas actuales, para no hablar de los dictadores despiadados del pasado preinformático.

Kindle y los demás «libros electrónicos» son aparatos maravillosos, de ello no cabe duda. En el de Amazon ya caben tres mil tomos, más de lo que la mayoría lee en toda la vida, y pronto llegará el día en que su capacidad de almacenaje aumente hasta igualar la de muchas bibliotecas nacionales, aunque no será necesario que lo haga porque, las comunicaciones electrónicas mediante, cualquiera podrá bajar del ciberespacio cualquier libro que se le antoje, por rebuscado que fuere.

En este ámbito, la librería on-line Amazon es una pionera. Quienes compran el Kindle -en Estados Unidos, el modelo más reciente cuesta 299 dólares, pero no sorprendería que el precio pronto se reduzca drásticamente ya que el negocio más lucrativo consiste en vender libros virtuales- tienen acceso a una cantidad enorme de obras que pueden conseguir por diez dólares o menos presionando un botón. Mal que les pese a los bibliófilos tradicionales, son tan grandes las ventajas de los libros electrónicos que no tardarán en imponerse en todas partes, marginando a los impresos tal y como sucedió a los discos de vinilo de apenas treinta años atrás.

Para proteger los libros electrónicos -mejor dicho, las bibliotecas electrónicas- habría que desconectarlos de la red, lo que significaría sacrificar la posibilidad de agregar nuevas obras a las ya acumuladas. En ciertas circunstancias, tal expediente sería el menos malo disponible, pero es más que probable que andando el tiempo los resueltos a violar la privacidad ajena logren penetrar en hasta las bibliotecas digitales mejor defendidas.

Para algunos, la tentación será irresistible. Además de poder borrar por completo en menos de un segundo obras consideradas subversivas, les será dado reescribir subrepticiamente todos los textos o, si a pesar de sus dudas quieren conservarlos, cambiar el nombre del autor; en la Alemania nazi, por razones «raciales», los versos inolvidables del judío Heinrich Heine fueron atribuidos a «un poeta anónimo».

En el mundo electrónico que nos espera, las enciclopedias cambiarán tanto como la muy popular Wikipedia, en que los partidarios de distintos personajes y causas ya se encargan de reescribir los artículos pertinentes.

A diferencia de sus precursores soviéticos que mandaban a los privilegiados que poseían la enciclopedia oficial pedazos de papel con información «actualizada», ordenándoles pegarlos sobre aquellas páginas que a juicio del régimen debían suprimirse, los censores modernos podrán obtener resultados muchísimo más satisfactorios con sólo tocar algunas teclas.

El auge de las comunicaciones electrónicas, de la interconectividad universal, ha motivado mucho optimismo. Según los más entusiastas, libera a todos de la tiranía de gobiernos y de grandes empresas periodísticas al multiplicar fenomenalmente las fuentes de información y permitir que cualquiera produzca su propio blog, amplíe su círculo de amigos para que incluya a personas que viven en otros continentes mientras que, en países como Irán y China, ayuda a organizarse a los reacios a dejarse intimidar por regímenes asfixiantes.

Pero, como sin proponérselo Amazon acaba de advertirnos, la interconectividad universal suministra a totalitarios armas muy poderosas. Con sus recursos, podrán no sólo ubicar con mayor facilidad a los rebeldes y a los librepensadores sino que también podrán manipularlos sin que se den cuenta de lo que está ocurriendo. Si a una empresa comercial le ha resultado sencillo sacar libros de lo que al fin y al cabo son colecciones personales, gobiernos inescrupulosos o individuos ambiciosos estarán en condiciones de hacer lo mismo.

La revolución informática, que ya abarca la telefonía, la televisión, la prensa gráfica y otros medios de difusión, ha traído muchos beneficios, pero los peligros que plantea son alarmantes. La mayor fragmentación que tantos aplauden significa una mayor centralización. Entre otras cosas, la decadencia de la prensa escrita en Estados Unidos, donde un diario tan prestigioso como el «New York Times» se ve amenazado por la bancarrota, presagia el fin de grandes organizaciones periodísticas independientes con los recursos necesarios para emprender investigaciones exhaustivas en todas partes del planeta. Por cierto, los blogs, por valiosos que unos hayan sido, no podrán reemplazarlas.

Es de temer, pues, que, lejos de fortalecer la causa de la libertad como algunos suponen, los avances tecnológicos que siguen produciéndose sirvan para debilitarla. De ser así, está por terminar una época de libertad sin precedentes en la historia de nuestra especie ya que el futuro que nos espera será, por calificarlo de alguna manera, decididamente orwelliano.

JAMES NEILSON


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