La memoria en la educación

Por Héctor Ciapuscio (Especial para "Río Negro")

Durante miles de años la memoria personal tuvo imperio en la vida de los hombres. Los conocimientos, las relaciones humanas y sociales, el trabajo y los oficios, todo dependía de ella. También, naturalmente, la educación y la cultura. El uso del verso rimado y la música facilitaron la transmisión verbal de los grandes poemas épicos sin recurrir a la escritura. Los antiguos griegos celebraban a la diosa Mnemosine como la madre de las nueve musas (de la poesía épica, la historia, la música, la danza, la tragedia, la elegía, los cantos sagrados, la comedia y la astronomía). «La memoria es la madre de la sabiduría», sentenciaba Esquilo. Hubo entre los habitantes de la Hélade, incluso, un mito sobre la invención de la escritura que ilustra sobre ese culto por la memoria. Dice que cuando el egipcio inventor del arte de escribir se jactó ante un dios de brindar a los hombres con ese arte un recurso salvador para la memoria, el dios le contestó que la escritura serviría, por el contrario, para descuidar la memoria; los hombres se confiarían a lo escrito en vez de guardar el recuerdo vivo dentro de ellos mismos. Platón, quien refiere este mito en el «Fedro», coincide en que la verdadera escritura es la que se graba en el alma del que aprende, pues éste tendrá así el recurso útil a su propio auxilio cuando fuere necesario.

Hubo un arte para la memoria. Durante toda la Antigüedad y la Edad Media europeas era una exigencia de la cultura, el comercio y la política. Existió, específicamente para la oratoria, una técnica que se basaba en conceptos simples y eficientes. Se trataba en general de un arte de «depositar» ideas o imágenes en lugares determinados para luego fácilmente recordarlas al ser evocadas repasando cada uno de ellos. Quintiliano, retórico, elaboró reglas mnemotécnicas precisas para los discursos judiciales y políticos. Gracias a su ejercicio se dieron casos famosos como el de Séneca el Viejo, que era capaz de repetir exposiciones que había oído muchos años antes, sin error alguno. San Agustín habló de un amigo que recitaba los textos enteros de Virgilio al revés. Santo Tomás afirmaba que guardaba en su memoria literalmente todo lo que sus maestros le habían enseñado. Pedro de Ravena, quien usaba para depositar imágenes una iglesia vacía, era capaz de repetir palabra por palabra todo el texto del derecho canónico, doscientos discursos de Cicerón y veinte mil disposiciones legales.

A partir del siglo XV, superando a los manuscritos, la imprenta sustituyó en mucho a la memoria. El arte de Gutenberg determinó la decadencia de aquella mnemotecnia. El libro impreso será desde entonces el gran almacén de lo memorable. Pero no reemplazó totalmente a la memoria como instrumento de la cultura. Hasta bien entrado el siglo XX, la familia, la escuela y la universidad siguieron asignando a la memorización un papel importante en la educación de niños y adultos. Desde las tablas de la aritmética a la conjugación de los verbos, desde los silogismos de la lógica a las periodizaciones de la historia o las ciencias naturales, desde la lista de los elementos químicos a obras musicales o versos de los poetas, memorizar siguió siendo una manera óptima de nutrir el cerebro, ordenarlo y hasta encantarlo. Lo saben bien los que han tenido la fortuna de una buena educación clásica o científica y quienes pueden acompañar sus emociones con melodías o poemas.

Ahora, el desafío a la memoria, al libro y al aprendizaje con esfuerzo («es con sudor del alma como se aprenden las cosas»), proviene de muchos lados. Guillermo Jaím Etcheverry, científico y pensador de la educación, se refiere extensamente en su excelente libro «La Tragedia Educativa» (FCE, 1999) a la crisis de la educación argentina y sus factores, entre ellos la caída de la autoridad de padres y maestros, la publicidad, la televisión pasatista, la pasión por el fútbol – «la única religión planetaria en el mundo actual», al decir de otro crítico-, el culto de la información por sobre el del conocimiento. Alerta, en cuanto a esto último, sobre el hecho de que los jóvenes contemporáneos desprecian la memoria. Muchos piensan que con la «memoria» de la computadora es suficiente; que allí están los datos para cuando los necesitemos. Pero nuestra memoria no es un banco de datos. Es mucho más que eso. Es, además de registro y recreación inacabable de nuestras experiencias intelectuales, afectivas y sensoriales, el conjunto único de nuestra cultura personal. Si la mantenemos entrenada y ejercitada somos más como personas. Hasta no hace mucho tiempo, dice el autor, los que habían tenido una buena educación tenían también una buena cosecha de textos en la memoria: párrafos, trozos literarios, poemas, frases de hombres ilustres, citas, pensamientos de intelectuales. Hoy ya casi no se intenta memorizar, «vestirnos por dentro» a través de la memoria. No es que hayamos dejado de utilizarla; sería imposible porque en el fondo nuestra memoria es lo que somos, es nuestra identidad. Lo que se está rechazando es el esfuerzo, la disciplina del esfuerzo que requiere emplear la memoria para poblar nuestra vida interior y hacerla más rica.

De España nos acaba de llegar «La barbarie de la ignorancia», que contiene en sus cortas 120 páginas los diálogos que sostuvo en París George Steiner con su entrevistador de «France Culture». En su última parte cuenta una anécdota que se refiere a la memoria y a su convicción personal de que «la mente humana es indestructible». Dice que en la URSS y en tiempos de Brezhnev, había una joven rusa en la universidad, especialista en literatura romántica inglesa. La metieron en un calabozo, sin luz, sin papel ni lápiz, a causa de una acusación falsa. Estuvo durante tres años en la oscuridad. Conocía el «Don Juan» de Byron (más de treinta mil versos) y lo tradujo mentalmente en rimas rusas. Cuando salió de la prisión, ciega, dictó su traducción a una amiga. Hoy esa traducción es considerada una obra maestra.

El libro de Jaím Etcheverry recoge una versión de esta anécdota de Steiner desde otra fuente («Ragazzi, qui si vuole passione», publicado en «La Stampa» de Turín). Se trata de una exhortación del gran polígrafo a los jóvenes del mundo. Les dice, con el ejemplo de la joven rusa que tradujo mentalmente a Byron en la oscuridad de su celda, que aprender de memoria noche y día, con el corazón (como se dice en francés o en inglés «par coeur», «by heart») los hará ricos, muy ricos. «Seréis como una nave llena de tesoros. Nadie puede quitaros lo que sabéis de memoria, nadie». En torno de nosotros, advierte, la escolaridad y la educación universitaria se están convirtiendo en amnesia organizada. No se recuerda ninguna fecha, ninguna obra, ningún nombre, ninguna cita. Ni siquiera lo hacen sus mejores estudiantes de Harvard o de Cambridge. Siente esto como un misterio. Y alerta, finalmente, a los jóvenes con palabras que incluyen -como cerrando la parábola a través de 2500 años- una idea igual a aquélla de Platón que se citó al principio. Dice: «¡Escuchad! Tal vez algún día deberéis atravesar períodos muy difíciles, pero vuestra memoria os hará muy fuertes. El olvido de las letras humanas equivale al suicidio. Estamos creando generaciones vacías en las que todo puede entrar: la barbarie, la indiferencia. Si hay, en cambio, algo dentro de nosotros, eso nos será de inmensa ayuda.»


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