La monja que salvó de la muerte a un sacerdote y seis seminaristas
Se llama Joan Mc Kharty y llegó a la Argentina en 1974.
porFABIAN GARCIA
CORDOBA (Especial, desde «La Mañana de Córdoba»)- Joan Mc Karthy tiene ahora 73 años, pero veinte menos en la mirada. Durante diez días de agosto de 1976 escapó tejiendo una bufanda azul, entre miedos, silencios y enormes sorpresas. Entre policías, curas y diplomáticos. Saltó de Córdoba a Buenos Aires; cruzó en barco a Montevideo (Uruguay) y en avión, voló primero a Asunción (Paraguay) y luego a La Paz (Bolivia). Finalmente, desde allí otras monjas estadounidenses reunieron los dólares necesarios para pagarle un nuevo pasaje a Washington, en Estados Unidos y ahí llegó el 13, en el décimo día. Golpeó todas las puertas.
En las del Congreso estadounidense y en particular las del senador Ted Kennedy hasta conseguir que el sacerdote Jim Weeks y seis seminaristas de la Orden de La Salette pudieran salvar sus vidas y ser liberados de los campos de concentración de la dictadura argentina. Esta monja de labios finos, que no deja su sonrisa para contar, tuvo su primera misión en México a principios de los años setenta y decidió que su destino estaba en Ecuador. Allí, es
tudió, como dice ella, «para aprender a trabajar con los pobres». Después regresó un tiempo a Estados Unidos, fue obrera en una industria que envasaba tomates, y con sus ahorros de 500 dólares en la cartera partió otra vez, convencida de «la opción por los pobres» surgida de la Iglesia Católica latinoamericana, en Medellín, Colombia, en 1968. Siguió a México, Nicaragua, El Salvador, Ecuador, Perú y Chile, y en 1974 llegó a Argentina.
Ahora, de una carpeta de tapas azules saca una carta con membrete del Obispado de Jujuy, perfectamente doblada en cuatro partes. La historia se vuelve varios años para atrás, al 31 de julio de 1976. Mc Karthy se sube a un tren en San Salvador de Jujuy para bajar tres días después, por algunas horas, en Córdoba. Llegó a la estación a la mañana, y fue directo a la casa de los padres de La Salette en el barrio Yofre Norte, donde encontró al padr Weeks -estadounidense, como ella-, cansado, con unas ojeras enormes y preocupado. La noche había sido terrible para él: había visto una camioneta sin patente que pasó frente a la casa donde vivía, en barrio Los Boulevares, del otro lado de la ciudad, cargada con hombres armados en su caja. Casi no había dormido. La monja llevaba una cartera y una bolsa con un tejido para no aburrirse.
Una larga lista
El primero de una lista de 17 crímenes de curas fue el de Carlos Mugica, el 11 de mayo de 1974. La Triple A lo acribilló frente a la parroquia de San Francisco Solano cuando salía de dar una charla a parejas que estaban por casarse. El sepelio de Mugica conmovió a Buenos Aires y a las barriadas pobres. Es que el sacerdote era el símbolo de un modo diferente de entender y hacer la Iglesia. Con él comenzó el largo invierno. Esta matanza abrió las fauces de las que vendrían. Justamente, el siguiente capítulo fue en La Rioja. Enrique Angelelli, el cura que había sido asesor de la Juventud Obrera Católica (JOC) y de la Juventud Universitaria Católica (JUC) fue designado obispo de esa diócesis por Paulo VI en 1968. Desde su llegada denunció las condiciones de vida de los pobladores riojanos y la explotación de la que eran objeto, en particular la de los obreros rurales, y promovió la conformación de cooperativas agrarias y la división de los latifundios. Lo mataron en la noche del 4 de agosto, cuando la monja escapaba de Córdoba a Buenos Aires. Ocurrió cuando regresaba de Chamical a La Rioja. Con él viajaba el sacerdote Arturo Pinto. De acuerdo a su testimonio, al llegar a Punta de los Llanos, un Peugeot los alcanzó en la ruta, se les cruzó, y el vehículo de Angelelli volcó. Pinto quedó desvanecido y el obispo apareció a 25 metros del auto siniestrado. Tenía la cabeza destruida y los brazos en cruz. Todo indica que primero lo arrastraron y luego le pegaron un fuerte golpe en el cráneo. La Iglesia no haría en aquel momento denuncia alguna sobre la hipótesis del crimen. Recién una década después, el juez Aldo Fermín Morales dictaminó: «Declarar que la muerte no obedeció a un accidente, sino a un homicidio fríamente premeditado y esperado por la víctima». Igual, en la actualidad, el asesinato de Angelelli sigue impune.
Pero ese 3 de agosto ella sería protagonista de otro capítulo en el que la Iglesia sufrió a la dictadura y en el que quedó en evidencia el conocimiento que el arzobispado cordobés tenía sobre los actos del Terrorismo de Estado. En la charla del mediodía, Weeks le contó que un representante del cardenal Raúl Primatesta le había advertido que «podría ocurrir cualquier cosa en Córdoba y que debían tener cuidado». No tuvo muchos más datos que ése, pero fueron suficientes para prepararse.
Weeks la invitó a conocer su casa, que era el teologado de los curas de La Salette en el barrio Los Boulevares. Ahí, los seminaristas Santiago Wirtz, Alfredo Belardes, Daniel García Carranza, José Luis Destefanis, Alejandro Dausá y Humberto Pantoja estudiaban y se preparaban para trabajar con campesinos bolivianos. Todos, menos Pantoja, tenían unos 20 años. Luego del almuerzo, cuando ya estaba sola, escuchó fuertes golpes en la puerta de la cocina y ocho hombres de civil, armados co fusiles, y un noveno, sólo con guantes, entraron a los gritos. «El líder dice: Somos policías -relata impostando la voz- y yo le contesto: Qué bueno», recuerda Mc Karthy reproduciendo ahora su voz finita. «Me retraí y toda mi energía psíquica se enfocó en ver y escuchar». Y en tejer. Nunca dejó de tejer. El grupo de tareas era de la D-2, la división de inteligencia de la Policía cordobesa. Ataron las manos y los pies de Pantoja y Weeks y empezaron a buscar. «Encontraron una radio, máquinas de escribir, libros de teología, biblias, cartas, notas y un disco de Los Beatles». Una vez que revisaron todo, comenzaron a cargar en la camioneta todo aquello que tenía algún valor como aves de rapiña. En un momento, a la monja se le terminó el ovillo de lana azul y como tenía otro en la bolsa que estaba en el centro de la mesa del comedor, junto a su cartera, se lo pidió a uno de los policías. «Temía que descubrieran la certificación del obispo de Jujuy y algunas direcciones que tenía de allá, pero necesitaba seguir tejiendo. Tejía y tejía, sólo quería tejer». El que buscó el ovillo no vio nada.
Golpes y torturas
Al poco tiempo a ella la llevaron a una habitación y los policías comenzaron a golpear y torturar a los seminaristas. Al rato los ataron y vendaron igual que a Pantoja y Weeks y luego los subieron a la camioneta. Ella también salió de la casa: «Antes de irme miré a la habitación de Pantoja, a mi derecha, y había una foto del padre Mugica. Los policías habían dibujado una cruz esvástica y escribieron con una lapicera la palabra «Kaput».
Luego contó lo que había pasado. Pidió ayuda. Reclamó seguridad. No encontró nada de ello.
«Weeks fue liberado cinco días después gracias a la presión de mucha gente, pero sacar a los seminaristas llevó casi tres meses. Y eso sólo ocurrió luego que intervinieron muchos senadores y representantes, entre ellos Ted Kennedy», recuerda.
Como los secuestradores habían visto su cara, todos estuvieron de acuerdo en que debía abandonar la provincia. Llegó a Buenos Aires y luego empezó una travesía para salvar su vida que la llevó hasta EE.UU. Los seminaristas y Weeks emprendieron tiempo después el mismo camino. Así pudieron salvarse.
En Washington y Nueva York, Mc Karthy y el Consejo Mundial de Iglesias siguieron juntando información y ayudando a los presos políticos argentinos. Siguieron presionando de todas las formas. Ella había escrito sobre una tela blanca: «Caín, Caín, sabes dónde está tu hermano Abel» y con esa tela iba a cuanto acto participaran los militares argentinos en EE.UU.
La monja recuerda todavía muchas historias más: «Un día, no me acuerdo bien el año, creo que a fines de los 70, llevábamos a las Madres de Plaza de Mayo a una entrevista al Congreso de Estados Unidos y venía Ted Kennedy en su auto. El paró, se bajó, las abrazó y les dijo: 'no las voy a abandonar, no las voy a abandonar». Ahora Joan vive en un tranquilo pueblo, en el estado de Oregon. A su alrededor ya no está el miedo, ni la desesperación, ni la locura de aquellos diez días. Sólo ella, sus gallinas ponedoras y un enorme gato negro al que llama Arnold Schwarzenegger.
porFABIAN GARCIA
Registrate gratis
Disfrutá de nuestros contenidos y entretenimiento
Suscribite desde $1500 ¿Ya estás suscripto? Ingresá ahora
Comentarios