La muerte de un maestro

 

Lo ocurrido con el maestro Carlos Fuentealba fue un vulgar asesinato. El policía que lo cometió le disparó a dos metros de distancia con una pistola lanzagases que debe utilizarse como mínimo a 80 metros.

El cartucho de aluminio que dispara el arma mide 25 centímetros de largo e impactó en la cabeza de la víctima, que se encontraba de espaldas y detrás de la luneta trasera del coche, que obviamente no se puede abrir.

Quien apretó el gatillo no podía ignorar el correcto manejo del arma ni las consecuencias de usarla como lo hizo; como tampoco que el blanco elegido no constituía ninguna amenaza, porque el grupo de maestros que había intentado cortar la ruta en Arroyito estaba integrado en su gran mayoría por mujeres y hombres más acostumbrados a lidiar con problemas escolares que con ásperos combates callejeros. También, porque en el momento en que ocurrieron los hechos los manifestantes, lejos de estar enfrentándose con los uniformados, ya habían sido disuadidos de su propósito y se retiraban masivamente en distintos vehículos hacia Neuquén.

Sea que el policía le haya disparado porque el auto en el que se desplazaba Fuentealba rozó a uno de sus compañeros, sea porque perdió el control o sencillamente porque se le antojó, cometió un crimen que nada tiene que ver con el comportamiento que debería observar un efectivo profesional de un cuerpo especial de la policía preparado para reprimir manifestaciones de protesta.

En esta oportunidad, como en muchas otras en la provincia y en el país, salta a la vista la deficiente preparación de los uniformados para tareas en las que la prevención y la disuasión deben ser la regla y en la que no son admisibles desde ningún punto de vista la exaltación personal y la respuesta a la violencia con una violencia mayor. Basta recordar las imágenes de los enfrentamientos de igual a igual, a pedradas y disparos de armas de fuego, entre uniformados y manifestantes que precedieron a la muerte de Teresa Rodríguez, hace exactamente 10 años.

No lastimar a nadie, la regla de oro para un cuerpo especial de la Policía, como se supone que debería ser el que impidió a los maestros instalarse sobre la Ruta 22, se vio desmentida en los hechos desde el vamos. ¿Qué tenían que hacer en ese contexto las armas largas y de puño de grueso calibre exhibidas por numerosos uniformados? ¿Qué peligro latente, real y concreto, justificaba tan desproporcionadas previsiones?

Este aspecto, así como la impericia exhibida por las fuerzas policiales, incrimina a sus superiores y a las autoridades políticas de las que depende orgánicamente la Policía: el Poder Ejecutivo a través del Ministerio de Seguridad y Trabajo.

Pero además, de confirmarse que el autor material del disparo mortal fue el cabo primero Darío Poblete, como parece indicar la investigación judicial, a la impericia y a la negligencia habría que agregar la contumacia criminal, porque ese suboficial acumulaba dos condenas por apremios ilegales y vejaciones contra detenidos, las que lo revelan sin lugar a dudas como un sujeto violento, que no debería haber seguido trabajando en la Policía y mucho menos haber sido enviado a reprimir a maestros.

La Ley Orgánica de la Policía de Neuquén destaca, en su artículo 23, que la institución «depende del gobernador, recibiendo los mandatos que se le imparten directamente o a través del Ministerio de Gobierno y Justicia (actualmente absorbido por la Jefatura de Gabinete y el Ministerio de Seguridad y Trabajo)».

Además del propio jefe de la Policía, Carlos Zalazar; el subjefe, Moisés Soto, y la plana mayor de la fuerza, el principal responsable de la tragedia ocurrida es el titular del poder político, el gobernador Jorge Sobisch; la ministra de Seguridad, Susana Arévalo, y el subsecretario del área, Raúl Pascuarelli, quienes al menos hasta el momento de escribirse estas líneas, en la tarde de ayer, aún no habían sido removidos de sus cargos.

El gobernador ya se hizo responsable de la orden de limpiar la ruta, pero no así de lo que definió con poco tacto dada la historia reciente como los eventuales «excesos», sobre cuyos autores dijo estar dispuesto a

«caer con todo el peso de la ley». Sin embargo, como puede verse por todo lo dicho, la tragedia desencadenada por un suboficial en la Ruta 22 está lejos de ser un mero exceso: es el resultado de la imprevisión, la incompetencia y la negligencia imputables no sólo al autor material sino a sus jefes y responsables.

Con todo, es muy probable que antes de autoincriminarse por lo ocurrido Sobisch opte por cargar las tintas sobre sus subordinados. De todas formas, pagará un altísimo precio por la muerte del profesor Fuentealba.

Está visto que las inconsistencias de la clase política argentina resisten las piruetas más insólitas, al punto que parecen no tener límites. Pero uno de los pocos que se le conocen es la muerte de una persona.

Prueba de ello es lo ocurrido con algunos presidentes. La incapacidad de De la Rúa se estrelló contra la indignación generalizada provocada por las decenas de manifestantes caídos en diciembre del 2001 en la Plaza de Mayo, y Duhalde supo emprender a tiempo una retirada ordenada tras el terremoto desencadenado por el asesinato, a manos de la policía, de los militantes Kosteki y Santillán, en Avellaneda.

Además de las que marca la ley, al gobernador le caben otras responsabilidades de tipo político.

En diciembre del 2005, Sobisch descabezó imprevistamente a la plana mayor de la Policía. Con el jefe de entonces, el comisario Wálter Cofré, se fue una veintena de oficiales que se contaban entre los más valiosos de la institución, dejándola prácticamente devastada.

En ese entonces la versión oficial sobre la drástica determinación del gobernador fue que Cofré había cometido la imprudencia de adelantar que se preparaba un aumento salarial para la fuerza. En realidad, en ese momento era un secreto a voces el profundo malestar reinante por la falta de equipamiento y de recursos para el cumplimiento de los cometidos básicos de la fuerza, situación que contrastaba con el costoso Plan Integral de Seguridad encarado por el gobierno.

El plan, que nunca pudo ser puesto en práctica del todo, insumió un gasto superior a los 50 millones de dólares su costo real nunca se reveló e incluyó la compra de helicópteros que no pueden volar sobre la ciudad sin autorización especial de la Aeronáutica y de un sistema de comunicaciones adquirido sin licitación a una empresa de un hombre muy próximo a Mauricio Macri entonces «aliado» político del gobernador, que tampoco se pudo poner en funcionamiento del todo.

Sobisch ha demostrado hasta aquí que suele salir de los atolladeros más difíciles doblando la apuesta como ocurrió con la bochornosa cámara oculta y es posible que intente presentar lo ocurrido esta vez como una demostración de fortaleza, propia de un gobernante que sabe cómo mantener libre de piqueteros las rutas de su provincia. Pero está claro que nadie entre los dirigentes de este país quiere cargar con una muerte sobre sus hombros, por lo mismo que evitaría a cualquier precio convertirse a su vez en un cadáver político. En este contexto, es muy difícil que el gobernador y candidato a la presidencia de la Nación salga indemne de lo ocurrido.

Por lo pronto, hasta su aliado más cercano, Mauricio Macri, ha dado por terminada la relación y el arco político hace cola para repudiarlo. Los analistas de los principales diarios y noticieros del país, como Ricardo Kirschbaum, de «Clarín» que ha salido a decir sin vueltas que la candidatura presidencial de Sobisch «ha sufrido un golpe letal», o Fernando Laborda, de «La Nación» que consideró que su postulación «ya es apenas un recuerdo», parecen confirmar este diagnóstico.

Es una hora muy amarga para el gobernador de Neuquén, pero no podría ser de otra forma dado el tenor irreparable de lo ocurrido.


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