La negociación de la gobernabilidad

Por Ricardo Gamba

La gradual construcción de un sistema político un tanto extravagante como el nuestro, ha llegado a producir una profunda distorsión en el órgano legislativo, en la forma de una intromisión en funciones que no le pertenecen y una declinación en sus funciones propias. Paradójicamente, la declinación se encubre bajo la apariencia de una gran extensión de las facultades legislativas, bajo la idea de que se necesitan de leyes casi para cualquier cosa.

Esta intromisión del poder legislador en asuntos más o menos particulares, es decir, el poner las leyes a disposición de problemas de circunstancia, produce una superposición con funciones ejecutivas, rompiendo la arquitectura constitucional. El efecto más evidente es el de la necesidad de resolver este conflicto por vías no previstas en la Constitución y que distorsionan por completo el buen sentido del orden republicano. Poco más o menos es como si se creyera que Ejecutivo y Legislativo tienen la misma función y sólo se diferenciaran por los instrumentos que tienen a su disposición. Así vistas las cosas, no queda más alternativa que una lucha a los codazos y con toda clase de estrategias que sirvan a ese fin, para ver quién y de qué modo impone su voluntad. Es ésta una fuente inagotable de creación de prácticas políticas que por mecanismos informales, y frecuentemente ilegales, busca resolver en los hechos aquello que ha confundido y mezclado en el derecho.

La forma empírica en que se ha resuelto cual es la voluntad que debe prevalecer, dada la confusión de origen, es la de que las legislaturas deben obrar de tal manera que permitan gobernar al Ejecutivo.

Este permitirle gobernar, naturalmente, quiere decir que el Ejecutivo debe poder imponer su idea acerca de los temas de materia legislativa, aunque incluyendo en la negociación aquello que le pertenece como esfera propia. La corrupción fundamental del orden republicano en este punto reside en que la ley deja de ser el marco general según el cual el Ejecutivo debe desempeñar su función específica, y se rebaja a la condición de un mero instrumento sometido a las circunstancias y a las particulares visiones e intereses del momento. El fin fundamental de la ley, el de excluir la fuerza como modo de resolución de diferencias, se ve frustrado, pues sometida a la coyuntura, la ley misma es el producto de las relaciones de fuerza del momento. Esta es una de las razones del permanente cambio en las reglas de juego a las que estamos desafortunadamente acostumbrados los argentinos.

La buena administración del Estado, lo que puede entenderse por gobernabilidad, es un resorte exclusivo y privativo del Ejecutivo, su responsabilidad constitucional para la cual tiene todos los instrumentos propios y discrecionales. La gobernabilidad en principio no puede depender de las leyes, sino de su aplicación, es decir del adecuado y legal funcionamiento de las instituciones por ellas reguladas, tarea exclusiva del Ejecutivo y para la cual cuenta con todos los instrumentos constitucionales para efectuarla sin que el Legislativo pueda ni deba intervenir en esto. La idea de que el Legislativo debe proporcionar «respaldos políticos», a los efectos de asegurar la «gobernabilidad» en buen romance significa que el funcionamiento de las instituciones está permanentemente subordinado a las relaciones de fuerzas circunstanciales, y que son éstas las que definen las reglas de juego.

Pero nada es gratis en nuestra criolla política. El ceder en la práctica la autonomía legislativa bajo la mascarada de «permitir la gobernabilidad», curiosa forma de la generosidad de nuestros representantes, tiene su precio.

Toda la variedad, cada vez más amplia e imaginativa, de corrupciones y actos indignos de la función, se cuelan en este negocio, del cual los partidos políticos son los propulsores y garantes, desfigurando así también la función de éstos, que se convierte en un grupo de «operadores» carentes de toda ideología, encargados de que la negociación llegue a un fin satisfactorio, sin consideración alguna a los medios.

Desde prebendas personales, compras de voluntades de legisladores, cesión de beneficios a sectores ligados a legisladores o grupos de ellos, privilegios para las provincias a las que dicen representar, etc., todo es posible y nada es inmoral para que nuestros legisladores hagan el favor de preservar la gobernabilidad. El costo es altísimo para la sociedad, no sólo por la declinación de la tarea específica de hacer buenas leyes, sino por la necesidad de disponer de enormes cantidades de recursos -el gasto social, los ATN, planes trabajar, autorizaciones de déficit, presupuesto para los legislativos, etc.- que se desvían de sus fines para poder financiar la costosa buena voluntad de los legisladores.

En definitiva, el legislativo parece haberse convertido en un cuerpo que a partir de su legitimidad formal se dedica a negociar, en beneficio propio, de su partido o de los grupos de intereses que pueden representar, la gobernabilidad del sistema, entendiendo por ésta apenas mantener las cosas sin que estallen.

El verdadero sentido de la gobernabilidad, el que deviene del adecuado funcionamiento de las instituciones bajo buenas leyes y que obliga a que cada uno se dedique eficientemente a hacer lo que le corresponde, evidentemente se les escapa, y con ello la existencia de una República de derecho.


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