La nitidez de la montaña
La montaña, símbolo de altura y centralidad, se ve desde abajo como una elevación hacia los cielos, término final de toda ascensión humana. Pero desde arriba, la cima aparece como centro del mundo, morada de los dioses, porque allí uno parece dominar con la vista todo el entorno. La simbiosis entre ascensión y dominio articula la tierra con el cielo, y en ella transcurre nuestra ambición de ascenso a las infinitas estelas de la divinidad.
Pero respecto del concepto y realidad de la montaña, a sus tinieblas e iluminaciones, sus mitos y realidades, sus gentes y sus culturas, conviene hacer algunas distinciones. Es útil diferenciar, por ejemplo, a quienes viven y habitan en la montaña, esto es los montañeses, y quienes la escalan, y se aficionan voluntariamente a ella, por deporte o como peculiar manifestación de conquista y valentía física y espiritual.
En las cumbres sin embargo no vive nadie humano, pues en ellas sólo permanecen los dioses que, como se sabe, tienen existencia ideal. Los escaladores sólo están unos momentos, los suficientes para sacarse fotografías y dejar instalados los signos de su triunfo. Desde la cima contempla el poderoso, en sus ínfulas dominantes, al mundo plano de abajo. Y también el bondadoso que predica a los otros, como Jesús en el sermón de la montaña; o Zaratustra, descendiendo desde la pureza de la cumbre a la impureza de la villa inferior, para imponer el súper hombre de Nieztche. No en la cumbre, pero sí en los picos menores que la rodean, también en busca de lo inaccesible y su consecuente soledad, viven los ermitaños.
Porque en realidad los montañeses habitan en los faldeos y cornisas o un poco más arriba del río que, por cañadones y valles, va surcando la pendiente. En todo caso los montañeses experimentados intentan resguardarse de aluviones, desprendimientos, erupciones volcánicas y otras catástrofes semejantes que se originan en la montaña. Esta, entonces, les advierte de un mundo, amenazante, imprevisible y tornadizo, con sus agitadas nubes oscuras y el sonido de sus vientos. Los buenos y anchos valles están casi siempre destinados a la producción agraria, a una serena convivencia civilizada. Esas austeras gentes del faldeo montañés llevan una existencia moderada, humilde y al propio tiempo elevada, discreta y equilibrada. Pero la vida del hombre requiere el llano, cuando esté muy alto sobre los niveles del mar. Lo normal es la llanura. La montaña es una anomalía, una protuberancia que quiebra la superficie del planeta. La posición del hombre es perpendicular al llano, excepto para dormir, porque es el único que posee el sentido de la verticalidad. Lo vertical se opone a la contorsión, se desequilibra en el desnivel, peligra en los bordes, se descompone ante las diagonales.
El hombre de montaña es un caminante, no un escalador acrobático, y sus piernas son el modo natural de su traslación. Ante lo abrupto de su entorno va cauteloso y bien firme en la planta de sus pies, en la subida o en el descenso, por estrechos senderos del monte. Y caminar es siempre hacer experiencias: no hay nadie que le deba tanto a la experiencia como el hombre de montaña.
Pero más allá de esos significados, que son muchos y con múltiples variantes según religiones y mitologías, la montaña tiene importancias más prácticas y concretas. Por lo pronto, en ellas se encuentra la fuente de más del 50% del total de las aguas potables del mundo: sus corrientes apuradas por la pendiente proveen en un 25% el consumo total de energía, según las conclusiones y los programas de protección y ordenamiento de las montañas de las Naciones Unidas.
Además, la montaña es un objeto de estudio geológico, meteorológico, botánico y zoológico. Y últimamente por los inversores inmobiliarios, los consultores de marketing turístico, los emprendimientos mineros y otros de conducta e interés mercantil, como la explotación de sus bellezas paisajísticas y sus pendientes nevadas. Goethe, quien como buen alemán amaba la montaña, tenía ante la naturaleza una mirada científica; pero con su equilibrio clásico, se permitía algún matiz de austero romanticismo:
«Si observamos de cerca o a la distancia y vemos sus cimas, ora esplendorosas en el sol, ora difusas tras la niebla o las nubes de tormenta, suavizadas por la lluvia o cubiertas por la nieve, atribuimos todo a los agentes atmosféricos, porque nuestros ojos pueden percibir el seguimiento de sus siluetas y perfiles cambiantes. Mientras la montaña está siempre fija e inmóvil, presentándose en su forma original, frente a nuestra sensibilidad externa. La creemos muerta por ésa su quietud. Pero hace tiempo que no me animo a abstenerme de atribuir la mayor parte de las mutaciones que se producen en la atmósfera a una fuerza interior que tácitamente, ocultamente, emana de la masa terrestre y de sus alteraciones». («Viaje a Italia», el 8 de octubre de 1786, cruzando el Paso del Brennero).
Las dos actitudes se conjugaron en la célebre ascensión al Vesubio que en 1804 hizo el joven Simón Bolívar, quien por entonces ya iba ideando el proyecto de poder sudamericano. Subió acompañando al barón de Humboldt, el sabio naturalista, que lo terminó de convencer de liderar la independencia de las colonias españolas.
El turista es de otra especie y ambición: sin demasiado ánimo deportivo, ni ímpetus bélicos, ama el aire y el paisaje de montaña. Si accede a ciertas inclinaciones por la reflexión filosófica puede acercarse al estado de bienestar de los grandes sabios que en el mundo han sido. Y el turismo de montaña es cada vez más importante. Pero «tiene unas formas y fuentes de riqueza muy móviles, productivas y prestigiosas y, por ello, más perecederas. Da buena leche a los países, al comercio y a la industria, pero sólo si está bien alimentado, protegido y ordeñado». Los turistas quieren estar seguros de una escapada eficaz de las tensiones de la vida cotidiana, visitar santuarios y lugares de belleza paisajista, renovar su espíritu o sanear su cuerpo, como los convalecientes tuberculosos de «La Montaña Mágica» del gran Thomas Mann. Si ese entorno paisajístico y ambiental cambia o se degrada, los veleidosos turistas escapan a otro lado.
La montaña también refiere al escondite de bandidos y contrabandistas, a la atalaya estratégica militar, a los pucarás de nuestros calchaquíes y diaguitas, a los castillos del mundo feudal, a la guerrilla legendaria en Sierra Maestra de la Revolución Cubana, a la epopeya de San Martín y el Ejército de los Andes. Pero también despierta algunos instintos salvajes y oscuros. La tierra y la sangre, el drama del escalamiento, los glaciares, la piedra abrupta, la tormenta, la muerte o el triunfo glorioso de alcanzar la cumbre y finalmente el dominio de las alturas como metáfora del poder, fue propia del alpinismo europeo. Creado y dirigido por la más alta nobleza austro-alemana a mediados del siglo XIX, tuvo implicancias de nacionalismo irracional y oportunamente dio apoyo entusiasta al nazi fascismo. Se sabe, por ejemplo, que Hitler era un admirador e impulsor del alpinismo y su refugio preferido estaba en Obel Salzberg, en los Alpes Bávaros. Hoy el lugar. ah! la revolución del turismo está ocupado por un Hotel Spa de cinco estrellas; pero sospecho que los manes del Führer y sus amigos aún rondan en las sombras del bosque circundante. La Alemania prenazi hizo famosos los filmes de un tal Arnold Fank, glorificador del héroe y la heroína de la montaña personificando la audacia trepadora. El propio lenguaje alpinista registra a veces los ecos guerreros: batir, derrotar, desafiar, atacar… La bella y talentosa Leni Refeinstahl, protagonista femenina de aquellas películas de montaña, un género que tuvo enorme éxito a principios de los treinta, terminó siendo luego la expresión estética del nazismo ideológico. Preferida del Führer, realizó unos famosos filmes de propaganda («El Triunfo de la Voluntad» y «Olimpia», sobre los Juegos Olímpicos de Alemania en 1938). Con una refinada fotografía y un vigoroso montaje, fue la culminación de una estética del germanismo más extremo, que Hitler usufructuó trágicamente.
Dejemos a un lado, desde nuestros Andes patagónicos, las grietas siniestras de la montaña por donde ha penetrado el misticismo mortuorio de los nazis. Al fin de cuentas la culpa no es de la montaña sino de los hombres que la ambicionan para sus quimeras de poder. Prefiero la invocación de Pablo Neruda, cuando en «Las Alturas del Machu Picchu» nos convoca: «Sube a nacer conmigo, hermano». O, dulcemente fascinados por la maravillosa luz de los montes cordilleranos del sur, dicen que única en el mundo recitar, en la comodidad del automóvil, aquel poemita de Giuseppe Ungaretti: «Desde la carretera del valle: Nitidez de montañas/ surgida / en el globo/ del buen/ tiempo».
(*) Ex gobernador de Río Negro. Ex diputado nacional por la UCR.
OSVALDO ALVAREZ GUERRERO (*)
Especial para «Río Negro»
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