La nueva izquierda

Por Carlos Fuentes

Han concluido, con el siglo y el milenio, dos teorías reductivistas de la economía y la sociedad. El llamado «socialismo real», que no era ni socialismo ni real, sino la fachada totalitaria y dogmática de una economía sin libertad ni eficacia, murió al caer el Muro de Berlín en 1989. En su lugar, otro dogma, el de la libertad irrestricta del mercado, fue puesto en práctica por los gobiernos de Ronald Reagan en los EE. UU. y de Margaret Thatcher en Gran Bretaña. Supuestamente abandonadas a la mano divina del mercado, las fuerzas económicas, concentradas en la cúspide, poco a poco («trickle down») irían goteando sus beneficios hacia las mayorías. Tampoco sucedió así. La concentración en la cima se quedó en la cima y, como oportunamente -como siempre- lo indicó Kenneth Galbraith, la ausencia del Estado se convertía en brutal presencia del Estado apenas se trataba de aumentar los gastos militares o salvar a bancos defraudadores o quebrados.

Al cabo, el neoconservadurismo aumentó las distancias entre ricos y pobres, desprotegió a éstos, concentró la riqueza y consagró la filosofía neodarwinista expresada por Reagan: el que es pobre es porque es holgazán.

La gobernanza de los movimientos de centroizquierda en la mayoría de los países europeos representa, ciertamente, una reacción contra ambos dogmatismos. Pero trátese de los gobiernos de Tony Blair en Inglaterra, Lionel Jospin en Francia, Gerhard Schroeder en Alemania, Massimo D»Alema en Italia, el socialismo escandinavo o el modelo «poder» holandés, todos viven una realidad inescapable: la de la globalización económica y todos -a diferencia de la derecha thatcherista y reaganista- deploran, no el hecho de la globalización, sino el hecho de una globalización sin ley, abandonada a su capricho especulativo y superior a toda normatividad.

Si algo une a la nueva izquierda europea es su decisión de sujetar la globalización a la ley y a la política. El Congreso de Turín dejó constancia de que el «darwinismo global» sólo genera inestabilidad, crisis financieras y desigualdades crecientes. Y que la misión de la nueva izquierda es controlar la globalización y regular democráticamente los conflictos que de ella se derivan. Ello no significa que la izquierda tema a la globalización. Al contrario, ve en los procesos de mundialización un nuevo territorio histórico para actuar.

La globalización le permite a la izquierda llamar la atención sobre la distancia creciente entre espacio económico y control político.

Existe, en otras palabras, una economía veloz y una adaptación política lenta. En estas circunstancias, el control democrático se vuelve difícil, pero ello mismo obliga a la izquierda a combatir las distorsiones del mercado en la distribución de recursos, a equilibrar el mercado con medidas de solidaridad social, defensa del medio ambiente, creación de bienes públicos y prioridad a la política como instrumento de decisión racional.

La globalización da enorme influencia a los agentes no-políticos y despoja de poder a los poderes electos en favor de los no-electos.

El peligro no es ya el «ogro filantrópico», el Estado devorador criticado por Octavio Paz, sino el «ogro desatado», el mercado sacralizado cuando, en palabras de Milos Forman, «salimos del zoológico y entramos a la selva».


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