La nueva teoría del crecimiento

Hace dos siglos, con su «Essay on the principle of population», Thomas Malthus dio forma clásica al enfoque restrictivo sobre la población del mundo. Sostuvo que su número crecerá siempre hasta el límite de las subsistencias. Aumenta en progresión geométrica mientras los alimentos lo hacen sólo en progresión aritmética. La población se incrementará a la tasa de 1, 2, 4, 8, 16, 32…, en tanto la disposición de alimentos estará incrementándose como 1, 2, 3, 4, 5, 6…; en dos siglos la razón sería de 256 a 9; en tres siglos, de 4.096 a 13 y así. El aumento únicamente puede controlarse por hambre, guerra, enfermedad o restricción económica. Esta última es la mejor manera de disuadir a los pobres de reproducirse más. Era la opinión de un pesimista, uno de los que más hicieron para que la economía mereciese el calificativo de «ciencia lúgubre». La pobreza es inevitable. Por eso reclamó la abolición de las leyes de pobres: conspiraban contra la movilidad en el trabajo y alentaban la fecundidad biológica. Y como su teoría tiñó el pensamiento de los clásicos anglosajones, ha representado siempre un freno para cualquier optimismo.

Profetas de nuestro tiempo reiteraron su tesis pesimista con versiones propias. Uno de los más estridentes fue Paul Ehrlich, un biólogo que en su best seller «La explosión demográfica» preveía en 1970 que miles de millones de personas morirían de hambre en un futuro casi inmediato. Ninguna de sus previsiones tremendistas se ha cumplido (tampoco, hay que señalar, los anuncios de instituciones prominentes como el Club de Roma, que en 1972 hizo sonar con «Los límites del crecimiento» la alarma universal en el sentido del riesgo, si no se entraba en un régimen austero de consumos, de una disminución catastrófica de los recursos naturales). Si hubo hambrunas, fueron localizadas y producto de factores distintos de la disponibilidad mundial de alimentos. Pese al incremento formidable del número de personas, el mundo que ahora sobrepasa los seis mil millones de habitantes no enfrenta el fantasma de hambrunas generalizadas ni asoma la posibilidad de una depleción general de los recursos de la naturaleza.

Es evidente, sin embargo, que las prevenciones malthusianas sobre variados asuntos, incluso en relación con la población y los recursos naturales, no han cesado en absoluto. Muchos desaprobarían entusiasmos sobre nuevas realidades como el de uno que dijo «tanto los caranchos como la gente gustan de comer pollos, pero mientras más caranchos significan menos pollos, más gente significa más pollos».   

El problema principal de esas profecías pesimistas sostiene una escuela de economistas norteamericanos que nació en California es que subestiman los efectos del cambio tecnológico. No hace mucho Paul Romer, un teórico de la revolución del «soft» que fue calificado por la revista «Time» como uno de los 25 individuos más influyentes de Estados Unidos y por Peter Drucker, máximo gurú de los negocios, como certero candidato al Nobel, dio un campanazo. El joven profesor de Stanford, universidad considerada «el corazón intelectual del Silicon Valley», impactó la teoría afirmando básicamente que «el gran cambio de los nuevos tiempos ocurrió en nuestra cabeza», poniendo la tecnología en el centro del crecimiento económico y sosteniendo que los «intangibles» son los bienes económicos más importantes.

Su reflexión tiene una base concreta: el reconocimiento de que la naturaleza combinatoria del procesado cognitivo de información constituye una manera diferente de crear valor. De eso nació un nuevo enfoque del crecimiento económico basado en el cambio tecnológico endógeno, todo ello sin perjuicio de que continúen en completa vigencia los asuntos de «la vieja economía», la realidad económica esencial con temas clásicos como la crisis, la inflación, etc.

Romer refiere el proceso de conocimiento en general como una transición del «wetware» (cerebro, en la jerga de informáticos) al «software». Apunta que la existencia material humana está limitada por las ideas, no por las cosas. Todas las generaciones han subestimado el potencial para encontrar nuevas fórmulas e ideas. Las personas no necesitan carbón, alambre de cobre ni papel por sí mismos; necesitan formas de calentar sus hogares, de comunicarse con los demás y de almacenar información. Para satisfacer esas necesidades hay que aumentar la disponibilidad de recursos físicos y ello es posible también utilizando nuevas ideas fórmulas, diseños o técnicas para redisponer los recursos existentes de modo que produzcan más de lo que deseamos. La arena se empleaba para fabricar cristal; hoy se utiliza para producir microchips o fibra óptica.

Un segundo planteamiento original de Paul Romer es que las ideas son «bienes no rivales». Los bienes rivales, como los alimentos, los combustibles y las herramientas, están hechos de materia y energía. Si una persona los usa no los puede utilizar otra persona. En cambio, las ideas están hechas de información que se puede duplicar a un precio insignificante. Una receta para elaborar pan, el plano de un edificio, una técnica para el cultivo del arroz, la fórmula de un fármaco, una ley científica útil o un programa informático se pueden desvelar sin que haya que privarle de nada a su creador. El poder de los «bienes no rivales» tal vez ha estado presente en toda la historia evolutiva humana.

En un trabajo que firma con Richard Nelson explica Romer: «Todas las generaciones han percibido los límites del crecimiento que resultarían de unos recursos finitos y unos efectos secundarios no deseables si no se descubrían nuevas fórmulas e ideas. Y todas las generaciones han subestimado el potencial para nuevas fórmulas e ideas. Ha sido una constante la incapacidad de comprender cuántas ideas quedan por descubrir. La dificultad es la misma que tenemos con la combinación de ellas. Las posibilidades no se suman, se multiplican».

HECTOR CIAPUSCIO (*)

Especial para «Río Negro»

(*) Doctor en Filosofía


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