La ola izquierdista en América Latina

Por Andrés Oppenheimer

La toma de posesión del presidente socialista uruguayo Tabaré Vásquez ha sido interpretada, casi unánimemente, como la última evidencia de un giro hacia la izquierda en toda América Latina. Pero, adivinen qué. Puede ser lo mejor.

Es cierto que las imágenes de banderas cubanas y venezolanas en las calles de la capital uruguaya fueron vistas por los economistas internacionales en Nueva York, Londres, Berlín y -crecientemente- Beijing como un regreso a la edad de piedra en esta región.

Muchos de ellos concluyeron que el problema de América Latina no es político, sino psiquiátrico. La región, al igual que un adolescente problemático que vive en la negación y siempre culpa a los demás por sus problemas, está rechazando las políticas de libre mercado que funcionan en todo el resto del mundo, dicen los economistas, con datos en las manos.

Mientras que las multitudes en Montevideo coreaban consignas contra la globalización, el resto del mundo en desarrollo -encabezado por China, India y la ex Europa del Este, que juntos tienen cinco veces la población de Latinoamérica, y más de tres veces su producto bruto- está apostándole de lleno a la apertura económica y la globalización, cortejando a inversionistas extranjeros y reduciendo la pobreza a tasas sin precedentes.

En efecto, la pobreza mundial se redujo a la mitad -del 40% al 21% de la población del planeta- desde que China e India empezaron a abrir sus economías hace dos décadas, según cifras del Banco Mundial. Tan solo China e India han sacado a más de 500 millones de personas de la extrema pobreza desde 1981, mientras que América Latina fue la excepción a la regla, creando 28 millones de nuevos pobres en el mismo período.

Y lo que causa más sorpresa entre los economistas internacionales es que las multitudes en el Uruguay no estaban vitoreando a Chile, el único país latinoamericano que ha logrado disminuir la pobreza a la mitad en los últimos 15 años, sino a Cuba, la única nación que hizo uniformemente pobre a toda su población en las últimas décadas.

Pero antes de analizar por qué el giro a la izquierda en Latinoamérica podría ser para mejor, veamos el mapa político de la región. Desde 1998, presidentes de izquierda o centroizquierda han llegado al poder en Venezuela, Chile, Ecuador, Brasil, Argentina, Bolivia, Panamá y Uruguay, muchos de ellos después de ganar elecciones por márgenes abrumadores.

Y puede que vengan varios más. La candidata socialista Michelle Bachelet está encabezando las encuestas para la elección presidencial de diciembre en Chile, mientras que el alcalde izquierdista de la Ciudad de México, Andrés Manuel López Obrador, va primero en las encuestas para la elección presidencial del 2006 en México.

Si las tendencias se mantienen, podríamos tener muy pronto a presidentes de izquierda gobernando a más del 75% de la población de América Latina.

¿Por qué habría que alegrarse? Porque tal vez estemos presenciando el surgimiento de una izquierda responsable y moderna en muchos países, que ayudará a darle estabilidad política a la región.

Uno de los principales problemas históricos de América Latina ha sido la falta de continuidad en sus políticas. La región tiene una larga historia de líderes mesiánicos que rechazan todo lo que heredaron de sus predecesores, pretenden refundar sus países reescribiendo las reglas del juego y ahuyentan a los inversionistas, como hemos visto en Venezuela y Cuba.

Pero, con suerte, Venezuela y Cuba serán la excepción a la regla. Probablemente, el nuevo presidente del Uruguay, siguiendo los pasos de sus colegas en el Brasil y Chile, pronto tome distancia de los «ultras» de su partido. Su ministro de Economía, Danilo Astori, ya dijo la semana pasada que «(aumentar) la inversión es una prioridad absolutamente indiscutible» del nuevo gobierno.

Es cierto que a muchos de nosotros nos choca el desdén de algunos de los nuevos gobiernos de izquierda por la causa de los derechos humanos universales. Vázquez y muchos de sus vecinos están dándole palmaditas al hombro a Cuba, una dictadura troglodita que recientemente condenó a 75 opositores pacíficos a penas de hasta 28 años de cárcel.

Y, por supuesto, no se puede descartar que el autócrata electo de Venezuela, Hugo Chávez, que está nadando en petróleo y recorriendo la región firmando cheques a cambio de apoyo político, podría contribuir al surgimiento de nuevas dictaduras que asustarán a los inversionistas y aumentarán la pobreza.

Pero probablemente prevalecerán los modelos de Chile y Brasil. Con suerte, los países latinoamericanos se convertirán en democracias modernas donde, como España, Italia o Chile, se alternan gobiernos conservadores y socialistas, sin que ningún inversionista huya despavorido. Eso es lo mejor que le podría pasar a América Latina, y quizás ya haya empezado a suceder.


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