La ortodoxia política

En democracia, existen modelos escritos sobre relaciones de poder, también existen prácticas habituales (ortodoxia) que se esperan de los gobernantes con la ciudadanía y, finalmente, comportamientos atípicos de éstos y de los gobernados en el proceso ininterrumpido de las relaciones de poder. ¿Por qué la distinción entre prácticas habituales y comportamientos atípicos? Porque todo ordenamiento establecido por normas escritas debe ser interpretado. De allí que es bastante probable que una persona o un grupo de personas interprete de las más diversas formas la letra de las constituciones o leyes escritas, en especial, si no funcionan los frenos y contrapesos establecidos en las cartas magnas.

Con esta breve introducción, he pretendido explicar una de las razones que nos diferencian de los países respetuosos del modelo democrático de gestión. Es decir, nosotros nos caracterizamos por cierto supuesto místico que asumen los gobernantes con total soberbia y desprecio hacia el pueblo, sin rendir cuentas de sus actos.

Como sabemos, en política los códigos éticos suelen ser muy elásticos y, en general, los protagonistas aplican las circunstanciales reglas de conveniencia y oportunidad, de acuerdo con el apoyo (consenso) que puedan conseguir de los gobernados.

Sin embargo, se puede hablar de una ortodoxia política en el orden democrático; me refiero a aquellos comportamientos esperados y habituales cuando se dan ciertas condiciones especiales en las relaciones de poder, que la población asume como «normales» para resolver los conflictos entre los ciudadanos y aquellos que accidentalmente administran la cosa pública y que se deben al pueblo, por encima de sus intereses particulares o sectoriales.

De lo expuesto, se siguen algunas conductas elementales que los ciudadanos esperan de sus administradores. A título de ejemplo señalaré algunas que hacen a la esencia de la democracia. Es obligación del o los ciudadanos que gobiernan mantener un fluido contacto con el pueblo, a través de las conferencias de prensa con agenda abierta para que los periodistas puedan requerir opinión e información sobre la gestión gubernamental, para el conocimiento del pueblo soberano, que en última instancia es el que mejor controla a los administradores de turno. En nuestro país, la gestión «K» ignora esta práctica primaria que nos permitiría saber cómo y por qué interpretan las normas constitucionales vigentes contra la ortodoxia política, es decir, contra los modos ampliamente aceptados en el ejercicio de las relaciones públicas en democracia.

Asimismo, cuando un gobierno toma una decisión que genera un rechazo de una parte importante de la población y que, a su vez, y como consecuencia, produce un fuerte impacto en el consumo, la recaudación, las exportaciones, la inflación, las reservas y la actividad agroindustrial que paraliza el país, entonces, lo que corresponde es llevar la iniciativa propiciando un amplio diálogo. Así, el conflicto iniciado en torno de las retenciones a las exportaciones, que mantuvo durante más de dos meses en estado de zozobra a todo el país, fue generado directamente por el gobierno nacional como consecuencia de una medida inconsulta y sorpresiva. Por consiguiente, en este caso no es el campo el que debe pedir audiencia, sino que es el gobierno el que tiene que abrir las puertas y estudiar las alternativas de las medidas confiscatorias que impulsó. El que cambia las reglas debe dar razón de ello y, además, quienes ejercen las funciones públicas no pueden ignorar las funciones latentes de las instituciones. Se trata de una cuestión elemental en materia sociológica. Cuando nuestros gobernantes toman una decisión de cierta trascendencia deben medir, en especial, las funciones latentes probables como, por caso, lo que puede generar en la población el aumento desmedido de las retenciones a las exportaciones de granos. Si no se manejan estos principios básicos de la probable onda expansiva de las acciones gubernamentales, entonces, no se está en condiciones de administrar los bienes del Estado ni permanecer en los cargos públicos.

Cualquier estudiante de Derecho o de Ciencia Política reconoce la diferencia entre el principio de la mayoría y el abuso de la mayoría. Todo indica que nuestros gobernantes parecen no hacerlo. Desbordan todos los límites constitucionales con total desprecio y utilizan el pueril argumento de las «mayorías populares» (que no son tales) para respaldar cualquier disparate de los señores D'Elía, Moyano o Moreno, justificando el abuso en el manejo de los bienes públicos. A diario, los principales periódicos del país muestran la desastrosa gestión gubernamental; sin embargo, continúa la obstinación, más parecida a un «terrorismo económico» que a una gestión racional de gobierno. Sin responder a la ortodoxia política es difícil predecir qué fines oscuros persiguen, o simplemente hemos evaluado mal las acciones anteriores del gobierno. Ahora sí están administrando y allí las consecuencias.

 

La ortodoxia política

 

Una salida posible, en el marco de lo esperado por parte de quienes tienen la responsabilidad de gobernar, es la siguiente: retrotraer la relación con el campo al 10 de marzo, renuncia de todo el gabinete, lastre del anterior gobierno, designación de funcionarios confiables, probos y con vocación de diálogo. Despegarse políticamente del anterior presidente y de los grupos gremiales que cogobiernan, insertarse en el mundo respetando los compromisos contraídos y ofreciendo seguridades jurídicas en todos los terrenos -ello significa otorgarle predecibilidad al modelo de gestión-.

La confianza pública constituye un fino cristal que una vez destruido resulta imposible de rehacer y, cuando eso sucede, se da el primer paso hacia la destrucción de un sistema político.

 

ENRIQUE LIBERATI (*)

Especial para «Río Negro»

(*) Doctor en Derecho


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