La otra cara de la corrupción

Por Aleardo Fernando Laría

Decía Bertold Brecht que dudaba de qué crimen era peor: si atracar un banco o fundarlo. La lectura del Informe del Subcomité del Senado Norteamericano sobre operaciones de lavado de dinero del Citibank, resulta fascinante. Como si de un thriller se tratase, es un texto lleno de sorpresas, que permite conocer las increíbles maniobras de banqueros inescrupulosos para ocultar o disimular el oscuro tráfico de los fondos negros de sus clientes. Ese informe, que ha permitido poner al descubierto los primeros hilos de la densa trama de corrupción que se fue tejiendo desde la cúpula del gobierno de Carlos S. Menem, es útil también para formular algunas reflexiones acerca de estas prácticas. Hasta ahora el fenómeno de la corrupción ha venido asociado a la gestión pública. Sin embargo, como si de dos caras de una misma moneda se tratase, frente al gestor público sobornado suele haber un ejecutivo dispuesto a pagar el precio por algún tipo de ventaja o privilegio. Es lo que indican las evidencias acumuladas en relación, por ejemplo, con la privatización de Telefónica, y los pagos efectuados para sacar adelante el rebalanceo de tarifas. O con los sobornos pagados por IBM para hacerse con el contrato de informatización del Banco Nación. Operaciones que muestran un perfil menos conocido de las empresas multinacionales y de los bancos internacionales.

El periodista argentino radicado en Estados Unidos Andrés Oppenheimer, autor del ensayo de reciente aparición «Ojos vendados: Estados Unidos y el negocio de la corrupción en América Latina», opina que el fenómeno de la corrupción está tan avanzado en América Latina que difícilmente podrá ser reducido sin la ayuda de Estados Unidos y de Europa. Afirma que hay que globalizar la lucha contra la corrupción, y para ello plantea que organizaciones como Transparency International, que califican a los países según su grado de corrupción, publique también un ranking de empresas multinacionales corruptas.

Que un sistema basado en la lógica de la búsqueda exclusiva de beneficios dé lugar a fenómenos de corrupción, no debería sorprender. Detrás de unos beneficios elevados suele estar la conquista por las empresas de una situación de oligopolio. En algunos casos esa ubicación es consecuencia de una fuerte inversión en tecnología o marketing, sólo asumible por grandes conglomerados. En otros casos por la compra, mediante soborno, de un privilegio cedido por la autoridad encargada de la regulación. Naturalmente, los gestores que propician y habilitan esa posibilidad, reclaman luego su parte en el «negocio». Esto explica también el fenómeno de ciertas conversiones políticas, desde el viejo estatismo peronista hacia la fructífera, moderna y sana economía de la libre empresa.

Desde la concepción individualista y financiera del capitalismo anglosajón, las empresas son un mero lugar de paso, una simple oportunidad para incrementar el valor. Frente a esa visión, existe otra que considera a las empresas como un grupo humano que participa en un complejo dirigido a satisfacer necesidades sociales de bienes y servicios. Frente a los accionistas (los «shareholders») se dibuja la presencia de los «stakeholders», es decir el conjunto de trabajadores, empresas subcontratistas, proveedores y autoridades comunales afectadas también por las decisiones de la empresa. Nace de este modo la idea de una ética de la empresa, que va más allá de la ética de los negocios (business ethics), basada en la idea meramente publicitaria de que «la ética vende». La idea de una nueva ética de la empresa lleva a concebir que las empresas modernas deben operar en sus distintos niveles de decisión contando con valores éticos. De manera que en la política de expansión no se pueden tolerar prácticas que suponen una vulneración del compromiso social de mejorar la competitividad mediante recursos legales. Esos medios lícitos de intensificar la productividad del trabajo y el capital, son la mejora continua de los procesos, la inversión en tecnología, la formación del «capital humano». Si, como apuntan todas las evidencias, parece que estamos destinados a vivir, al menos en las próximas décadas, en el marco de una economía capitalista, hagamos al menos que la estadía resulte lo más cómoda posible. La lucha por la conducta ética de las empresas forma parte de la labor ingente, inagotable de ampliar las bases reales de la democracia.


Decía Bertold Brecht que dudaba de qué crimen era peor: si atracar un banco o fundarlo. La lectura del Informe del Subcomité del Senado Norteamericano sobre operaciones de lavado de dinero del Citibank, resulta fascinante. Como si de un thriller se tratase, es un texto lleno de sorpresas, que permite conocer las increíbles maniobras de banqueros inescrupulosos para ocultar o disimular el oscuro tráfico de los fondos negros de sus clientes. Ese informe, que ha permitido poner al descubierto los primeros hilos de la densa trama de corrupción que se fue tejiendo desde la cúpula del gobierno de Carlos S. Menem, es útil también para formular algunas reflexiones acerca de estas prácticas. Hasta ahora el fenómeno de la corrupción ha venido asociado a la gestión pública. Sin embargo, como si de dos caras de una misma moneda se tratase, frente al gestor público sobornado suele haber un ejecutivo dispuesto a pagar el precio por algún tipo de ventaja o privilegio. Es lo que indican las evidencias acumuladas en relación, por ejemplo, con la privatización de Telefónica, y los pagos efectuados para sacar adelante el rebalanceo de tarifas. O con los sobornos pagados por IBM para hacerse con el contrato de informatización del Banco Nación. Operaciones que muestran un perfil menos conocido de las empresas multinacionales y de los bancos internacionales.

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