La pasión de Mike Campbell

EMILIO J. CÁRDENAS (*)

La historia de Mike Campbell, un agricultor blanco que hasta no hace mucho vivía en el sector rural de Zimbabwe, es conmovedora. Merece ser contada. Particularmente en momentos en que el gobierno nacional sigue acosando a nuestros productores rurales por razones que derivan de una inusual mezcla de ideología, ignorancia y resentimiento. Lo que es por demás absurdo, desde que ellos componen el sector productivo más dinámico y moderno de la economía nacional. La lucha del mencionado Mike Campbell, un productor rural más, refleja esa unidad existencial profunda y auténtica que relaciona, de distintas maneras, al productor con su tierra. La misma que alimenta sus esfuerzos. Más allá de los obstáculos, las agresiones, las inclemencias e infortunios, las incomprensiones y las incertidumbres propias de una labor que nunca es fácil. Mike Campbell compró un campo en Zimbabwe en 1980. Cuando el mismo estaba desocupado e inexplotado. Y comenzó a trabajarlo con dedicación y esfuerzo ejemplar. Lo transformó en una estancia ordenada, productora sustancialmente de tabaco y maíz. De primer nivel. En 1999, con el advenimiento de las persecuciones raciales puestas en marcha por el gobierno de Robert Mugabe, en este caso contra los blancos, simplemente por ser tales, obtuvo –crédulo por demás– un certificado gubernamental de “no interés” respecto de su explotación. Supuso entonces, equivocadamente, que podría seguir produciendo en paz. No obstante no fue así. En junio del 2008 su finca, “Mount Carmel”, fue de pronto objeto de ocupación violenta por un grupo de patoteros que, al llegar, le propinaron una tunda feroz con el propósito de intimidarlo y obligarlo a abandonar su tierra. Frente a su familia, que debió observar la tragedia, impotente. Campbell quedó postrado en el suelo, con lesiones de todo tipo en su cuerpo, incluyendo algunas cerebrales que probaron ser graves e irreversibles. Con su familia, buscó refugio en casa de amigos, en la capital, Harare. Dejando atrás sueños y labores. Pero sin abandonar la ilusión de recuperar lo que creía suyo y formaba parte de él mismo: su tierra. Se presentó entonces a la Justicia local y obtuvo una orden de que se le devolviera la propiedad de la que había sido privado sin derecho y sin razón alguna. Los magistrados actuantes decidieron unánimemente en su favor. Campbell, presente en el tribunal al tiempo de pronunciarse el fallo, vio lágrimas en los ojos de su mujer. Como no podía oír porque la paliza recibida lo había también dejado sordo, dudó antes de respirar aliviado al enterarse de que su reclamo había sido admitido y que se ordenaba la restitución inmediata de su tierra. Soñó con un regreso que lo conmovía. Se equivocó sin embargo. La sentencia fue simplemente desoída. Ignorada por un poder que cree no tener otro límite que su propia voluntad y sus conveniencias circunstanciales. Los magistrados actuantes fueron sujetos a enjuiciamiento, el que finalmente no prosperó. Porque se habían animado a decir que la confiscación de las tierras que había sufrido Campbell era ilegal por ser simplemente consecuencia directa de una discriminación racial basada en el color de su piel, en este caso blanca, y, peor, por formar parte de un proceso cuya razón de ser era la de entregar las tierras de Zimbabwe a los amigos del poder, enriqueciéndolos, lo que se tuvo por inaceptable. Una vez más un despojo generado por esa confluencia fatal –tan común y conocida– que conforman el autoritarismo y la corrupción, que con frecuencia viven de la mano. Campbell acaba de fallecer en Zimbabwe. A los 78 años. Las serias lesiones cerebrales sufridas en la golpiza que recibiera cuando le quitaran lo suyo, lastimándole además el alma, fueron irreversibles. Falleció lejos de su tierra, aunque rodeado por los suyos. Por su personalidad tenaz, seguramente soñando con regresar. Ignorando quizás que, muy lejos de su propio medio, hay quienes saben de su fe y de su coraje y lo admiran. Pese al final poco feliz de su historia personal. Quiera Dios premiar ahora su coraje. Mientras tanto Robert Mugabe –uno de los tiranos más longevos y sanguinarios del Continente Negro–, a los 81 años de edad y luego de mantenerse como presidente de Zimbabwe por espacio de 31 años ininterrumpidos, anuncia que presentará nuevamente su candidatura y procura elecciones para este mismo año. Ambiciona cinco años más de poder. Queda claro que quienes lo rodean, también. Tratarán, entre todos, de anticipar las elecciones. Según se dice, porque advierten que las fuerzas físicas de Mugabe están debilitándose por una enfermedad que desde hace rato lo aqueja. Para mostrarse agresivo Mugabe acaba de hacer, una vez más, lo que los autoritarios suelen hacer en esos momentos: crear un nuevo enemigo. En este caso, el ataque ha sido dirigido contra el vecino presidente de Sudáfrica, Jacob Zuma, quien acaba de señalar que Zimbabwe necesita transparencia e instituciones creíbles antes de llamar a una nueva elección, porque las historias de fraude deben terminar. Zuma sabe de quién se trata y seguramente no responderá al rugido. Desde la eternidad, Campbell seguramente contempla en paz todo esto. Su pueblo, con independencia de los colores de sus pieles, sigue sumergido en el autoritarismo, castigado por la discrecionalidad y sometido por la violencia, viviendo aún un drama social interminable que se arrastra desde hace más de tres décadas. (*) Ex embajador de la República Argentina ante las Naciones Unidas


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