La persona y el personaje

Ante todo, permiso. Escribiré en primera persona. No estamos hablando de informes bursátiles ni de internas políticas. Y tampoco se trata de una crónica deportiva más. Me piden que elija al deportista más grande de la historia. Para que quede claro: a mi campeón favorito. Porque me suena poco creíble hablar en un tono neutro cuando lo que se me pide, en definitiva, es hablar de gente que nos emocionó, nos ilusionó, nos dio un boleto gratis al paraíso y, tal vez, nos habrá ayudado a ser más tolerantes con nuestras debilidades. Y eso es personal. ¿O acaso podemos basarnos sólo en mediciones científicas para establecer si Juan Manuel Fangio fue o no más grande que Michael Schumacher? Fangio es argentino, es cierto, y eso le daría seguramente un lugar especial en nuestro corazón. Pero también es cierto que circulan leyendas que pintan en realidad a Fangio como un tipo más frío que el propio Schumacher, un personaje que hoy es poco simpático hasta para los propios alemanes. ¿Y quién dijo que el más grande también debía ser buen tipo? “Tráigame al 9 de Dock Sud”, cuentan que pidió una vez el técnico uruguayo Pulpa Etchamendi. “Pero me dijeron que es mal tipo”, se atajó el presidente del club. “Yo lo quiero para que haga goles los domingos de cuatro a seis, no para que sea mi yerno”, respondió el Pulpa. Una vez me tocó integrar un jurado de “notables” que debía elegir a los más grandes del deporte argentino de los ’90. El especialista de automovilismo, autoridad respetada por todos, admitía que ese deportista número uno del que todos hablábamos (haré reserva del nombre) lo había ganado todo. Pero nos advertía que ese gran campeón era una mala persona. Peor aún, tenía fuertes sospechas de que ese número uno hacía trampa corriendo con nafta antirreglamentaria. ¿Pero por qué los grandes campeones estaban obligados a ser buenas personas? ¿Y por qué, si lo de la nafta era cierto, debíamos sancionar nosotros algo que las autoridades deportivas no habían comprobado? Además: ¿cuántos atletas ejemplares compiten acaso cargados de drogas que ningún control detecta? El debate se hizo intenso y su punto más polémico fue el caso de Carlos Monzón. La justicia lo condenó por asesino, es cierto. ¿Y eso significa que haya que anular automáticamente sus logros deportivos? ¿Cuántos otros famosos cumplieron su condena en Argentina con cárcel efectiva? ¿Suena acaso demasiado políticamente incorrecto incluir a Monzón como uno de los cinco más grandes campeones que tuvo el deporte argentino en su historia? El gran campeón, es cierto, no está obligado a ser buena persona ni tampoco un hombre comprometido socialmente. Pero, claro, si lo es, mejor. Diego (el Diego) nos hizo llorar, es cierto. Pero sus glorias y también sus miserias están acaso todavía muy cerca. No dejan tomar alguna distancia. Puedo comprender y participar de los juegos periodísticos que pretendan establecer quién fue el número uno. Y comprendo a la multinacional de turno que quiera patrocinar la elección de ese gran campeón. Pero no puedo elegir prescindiendo del corazón. Y allí no me sirve comparar cantidad de títulos, trayectoria, calidad de rivales, etc. etc. Hablaré de las emociones. Y el gran campeón que más me emocionó fue Mu-hamad Alí. Ahora lo vemos mofletudo, enfermo por su Mal de Parkinson, inofensivo desde su fragilidad y hasta símbolo de un establishment que abusa de su figura para vender zapatillas. Pero su técnica era tan exquisita que hasta nos hizo deleitar con el boxeo, una actividad que difícilmente debería ser admitida siquiera como un deporte. Su personalidad era desbordante, contagiosa. Sus causas eran justas. Su rebeldía también. Fue artista fuera y dentro del ring. Pero no un producto de Hollywood fabricado para simple consumo mediático. Porque su arte y su rebeldía lo marginaron de la competencia en su mejor momento. Fue despojado de su pasaporte, multado y condenado a la cárcel no sólo por negarse a combatir en Vietnam, sino porque, además, era negro y musulmán. Y hubo algo aún más grandioso. Cuando una Corte Suprema le dio la razón, él, que estaba en todo su derecho, no reclamó sin embargo que le devolvieran su corona en un tribunal. No. La recuperó en el ring. Como lo hubiese hecho un deportista.

Ezequiel Fernández Moores

Nota asociada: Diego, el elegido de los especialistas  

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