La princesa triste

Lo dicho. Hay más noticias para el reporte sobre lady Diana, la princesa más triste que jamás haya existido, según terminaron por confirmar las revelaciones de sus amantes, sus mayordomos y sus íntimos amigos. Diana sufría. Más que Carlos y sus hijos, más que la reina, más que los novios que fue dejando en el camino, más que los niños africanos que cobijaban sus manos de hada. Desnutridas palomas negras que encontraban alivio en el suave perfume de su cuerpo. Su vida era el mismísimo infierno. No porque los hechos que la rodearon hayan sido peores que los que muchas mujeres sufren a diario a costa de hombres imbéciles que las torturan, las maltratan, las acosan o las explotan. Diana sufría de mal de amores primero, de indiferencia familiar después y, sobre todo, de un intenso dolor existencial. Su vida, si alguna vez había tenido sentido, para los días extraños en los que se apagó, ya era una secuencia oscura. Diana estaba cansada. Harta. El suflé de mariscos de su novio millonario, las limusinas con bar y computadoras de a bordo y el cariño anónimo de miles de personas no le alcanzaban en lo absoluto. Rodeada de fieles seguidores que terminarían traicionándola, agonizaba sola. Según su visión de las cosas, el hombre feo y pálido que alguna vez le había prometido amor eterno, quería matarla, justamente, en un accidente de tránsito simulado. Carlos se había vuelto un muy particular monje negro. Tampoco era bueno en la cama. En realidad, era un bueno para nada. No hizo falta que Diana de Gales escribiera esto en un diario de vida, lo dijo con pelos y señales para que millones de personas lo escucharan en una entrevista que se difundió en cadena. Ese día, en el que habló de las sombras que se cernían sobre su alcoba, lucía fatalmente bella, sensual hasta el extremo y soberanamente triste. Diana era la Cenicienta sexy atrapada en un castillo de cristal a través del cual todos podíamos fisgonear. Los años anteriores a su separación fueron malos, los días previos a su muerte abrumadores. Ahora sabemos que en medio de una crisis intentó suicidarse y se cortó los pechos y otras partes del cuerpo. Diana, la joven de belleza y elegancia infinita que llegó a Buckingham para mejorar la raza, para conseguir la improbable tarea de volver bella a la descendencia de un hombre poco agraciado. Lo consiguió, la preciosa Diana. Sus hijos hoy disfrutan de esa herencia genética. Uno más que el otro, entre modelos de patas largas y fiestas que nunca acaban. La persona que lo tenía todo era pobre en amor y esperanza. Diana murió sabiendo que sus horas grises estaban contadas. La princesa del vestido con una cola de 13 ó 14 metros (quién puede contarlos hoy), la chica frágil, simpática y entrañable, la luz de los jardines del palacio, el orgullo de una casta de millonarios que la necesitaban mucho más de lo que ella los necesitaba a ellos, fue una mujer golpeada por la frialdad, la falta de solidaridad y una incomprensión tan enorme como el poder del reino que representaba su marido. Tal vez un día Diana Spencer quiso ser princesa como cualquier otra mujer en este mundo, quiso un príncipe azul arriba de un caballo blanco, cajones llenos de diamantes y una casa gigantesca donde dormir la siesta de los dioses. Tal vez, Diana, como cualquier hombre, como cualquier mujer, soñó con ser feliz. Y teniendo el mundo a sus pies se dio cuenta de que no le servía para nada y que aquello que le faltaba era un bien imposible de obtener al menos de ese príncipe y de esa gente que decía amarla en público y la olvidaba en la intimidad. Tal vez un día Diana comprendió que estaba convirtiéndose en una ironía del destino. En el patético final nunca escrito del cuento infantil. Uno en que el amor se acaba y las lágrimas son para siempre.

Claudio Andrade candrade@rionegro.com.ar


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