La punta del iceberg

Por Carlos E. Olmos (*)

Persecución, amenazas, represión desmedida, violencia injustificada, vejámenes y torturas, son solamente algunas de las graves situaciones que surgen desde fuerzas de seguridad del Estado nacional y provincial.

Esto es la punta del iceberg y Neuquén no es un caso aislado, sino que se suma a las denuncias de cientos de víctimas de estas prácticas habituales que sólo salen a la luz cuando se vence el miedo a hablar, a denunciar y obrar en consecuencia, por parte de los damnificados, como también por la intervención de la Justicia cuando cumple con su deber. Esto merece algunas consideraciones:

1) En primer lugar, la Unidad 11 es un claro ejemplo de la irresponsabilidad del Estado, que solamente piensa que la solución a la inseguridad es la creación de nuevas unidades penitenciarias, ampliación de comisarías y centros de detención. Algunos «funcionarios jerárquicos» están convencidos de que una gran cárcel de «máxima seguridad» soluciona los problemas. Para ellos, el preso, más que seguro y bien, debe permanecer «bien seguro».

Así muchos que se encuentran privados de su libertad, procesados o condenados, son alojados, en el caso de la unidad 11, sin contar con las condiciones mínimas para siquiera pensar en una «recuperación» de la persona y mucho menos hablar de reinserción social al cumplir su condena.

Es aquí donde el deseo de algunos, «que se pudran en la cárcel», podría hacerse realidad. Algo se pudre porque está depositado, tirado u olvidado en un lugar. Gran cantidad de personas de bajos recursos, excluidas y en su mayoría jóvenes, que conforman la población de la cárcel de «alta seguridad» de la provincia no cuenta con posibilidades de realizar y perdurar en alguna actividad laboral, de educación o cuando menos recreativa, necesaria para ocupar su tiempo.

No hay posibilidad de realizar oficios manuales, de limpiar la maleza que crece alrededor de los pabellones, de estar informados a través de un televisor, de hacer un mantenimiento de pintura de las paredes interiores de los pabellones, etc.

Esto genera, en muchos, situaciones de depresión, violencia, angustia, desesperación, que son difíciles de sobrellevar todos los días, cuando el tiempo de prisión es un par de meses o varios años. Sus únicas obsesiones son el motín y la fuga.

La situación se agrava, y es el segundo aspecto al que deseo referirme, cuando surgen problemas con la gente encargada de la seguridad carcelaria.

2) Vale destacar la importante apuesta de la Policía provincial para formar y capacitar a nuevas camadas de jóvenes que integren la policía comunitaria y el personal penitenciario. La función penitenciaria es entendida aquí como servicio social o misión social, partiendo de la premisa de beneficiar a la readaptación social del interno.

Pero la gente que forma los grupos de requisa, celadores y otros son generalmente los mismos policías que detienen y apresan a los que están hoy privados de su libertad. «Por lo que hiciste afuera, adentro la vas a cobrar», se escucha en el lenguaje común de algunos policías. Es una relación llena de códigos entre dos grupos antagónicos sin reconciliación imaginable y cargada de violencia afuera y adentro. Frente a esta «rivalidad» que surge de las entrañas mismas de nuestra sociedad, merece una especial atención:

3) La formación y educación que reciben hoy los policías están condicionadas por el mapa social de cada lugar, por el objetivo al que tiendan las fuerzas de seguridad frente a los intereses y necesidades de la población y del Estado. Intereses y necesidades que suelen no ser coincidentes.

En el ingreso de los jóvenes postulantes para la Escuela de Policía de la provincia, un alto porcentaje se alista por no encontrar otra salida laboral que les permita independizarse, tener una estabilidad económica, obra social para él y su familia, además de otros beneficios. Así se repite lo que sucedía en otros tiempos cuando frente a la dura situación económica algunos se hacían curas o ingresaban al Ejército.

Hoy, muchos jóvenes llegan a ser policías sin vocación ni capacidad para asumir esta noble y exigente tarea. Además, la policía no cuenta todavía con un gremio que les permita defender sus derechos frente a la sociedad y hacia adentro de la «fuerza» misma. Desde allí deben responder a las órdenes de los superiores y a las directivas de algunos gobernantes o ministros que con frecuencia los utilizan para evitar los conflictos y revueltas sociales ocasionadas por la crítica situación social de las provincias mal administradas por ellos mismos. Son jóvenes que sin experiencia son puestos al frente de operativos o funciones para las que no están preparados.

También se da el caso de que se ubica como directores de establecimientos carcelarios a ex militares o policías. Resulta imposible que con ese personal, que está formado en estructuras herméticas y con un singular espíritu de cuerpo, con una visión particular sobre la vida y las personas, se logre reformar o tan siquiera mejorar el problema carcelario. Es que las instituciones suelen ser la sombra amplificada de quien las dirige.

Quienes se encuentran en contacto directo con los reclusos no son, precisamente, los funcionarios o el personal jerárquico, sino los celadores o guardiacárceles que están frente a ellos. Son presos al revés, del otro lado de la reja.

Finalmente, los graves sucesos que involucran a la policía nos llevan a plantearnos, además de los conflictos sociales y sus causas, la estructura misma de una institución que necesita, como muchas otras, una sincera y auténtica autocrítica, liberada de una vinculación asfixiante con los poderes del Estado, que la ayude a recuperar su verdadera misión y protagonismo en la sociedad.

 

(*) Pastoral carcelaria Unidad 11 de Neuquén


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