La punta del ovillo

Por Mario Teijeiro (*)

«Este país no tiene arreglo, el problema está en la gente», piensan los pesimistas que ven la fuente de nuestros males en problemas culturales de larga data, enraizados en toda la sociedad. «La culpa la tiene una dirigencia corrupta» piensan en cambio otros, que tienen la esperanza de que con un cambio importante en la política y sus reglas de juego, nuestros males se corregirán. ¿Quién tiene razón? ¿Tenemos que contentarnos con un futuro decadente, porque nuestros males son culturales y difícilmente reversibles? O, por el contrario, ¿podemos cobijar esperanzas de tener un país exitoso cambiando la clase dirigente y sus reglas de juego? La respuesta a estos interrogantes es compleja, pero intentemos una síntesis.

¿El problema es cultural?

Los pesimistas piensan que nuestros dirigentes no han salido de un repollo, sino que son el verdadero reflejo de nuestra sociedad. «Los políticos se nos parecen» y probablemente hacen las cosas que todos haríamos si tuviéramos su poder y su impunidad. ¿Por qué actuaríamos de un modo distinto? Si somos capaces de no devolver algo que encontramos cuando no nos miran, ¿por qué no coimearíamos si fuéramos políticos con impunidad? Si somos capaces de mentir y estafar en nuestras relaciones cotidianas, ¿por qué no lo haríamos si cosas mucho más importantes, como una carrera política o negocios millonarios, estuvieran en juego?

El problema con esta tesis cultural es que si fuera cierta, no tendríamos salida. Si los políticos son lo que somos, y somos esencialmente ignorantes, mentirosos y corruptos, entonces esto no tendría arreglo. Siempre elegiríamos a los políticos que se nos parecieran y en nuestra ignorancia, compraríamos sus mentiras y manipulaciones. Desde ya que esta hipótesis, al menos en su forma extrema, no se sostiene. No todos somos ignorantes, mentirosos y corruptos. Existe una porción importante de la población argentina que es esencialmente honesta y trabajadora y tiene los valores fundamentales como para vivir en una sociedad unida que progresa. Pero el problema es que en una democracia cuenta la mayoría y por lo que vemos, los que llegan usualmente al poder no representan a la parte sana de la sociedad.

Sin lugar a dudas, nuestras deformaciones políticas e institucionales son consecuencia del éxito en conquistar el poder de aquella parte de la sociedad que encarna la irresponsabilidad y el facilismo. Una vez que se imponen reglas de juego que castigan el esfuerzo y el mérito y premian la mediocridad y la corrupción, se potencia un círculo vicioso, ya que el mal ejemplo que viene desde arriba termina contaminando la parte sana de la sociedad. Esta es la fuente del pesimismo que emana de cualquier diagnóstico cultural. Es mucho más realista pensar que una sociedad en la que el facilismo, la avaricia sin frenos éticos y la corrupción se instalaron en el poder, en las instituciones y en los medios masivos de comunicación, se verá envuelta en una espiral imparable de decadencia. Esperar que la cultura cambie «desde abajo» parece una posibilidad muy remota cuando las reglas de juego imperantes son las del tango Cambalache y las generaciones jóvenes las maman desde chicos.

¿El problema está en la dirigencia?

La visión optimista sobre nuestras posibilidades de cambiar se apoya en la idea de que los argentinos no somos peores que los ciudadanos de muchas sociedades exitosas. Según esta visión, nuestros males originales están en la dirigencia. Allí se han entronizado corporaciones políticas, empresarias y sindicales, cada una usufructuando sus privilegios a costa del interés general. Son el ejemplo de lo que no debe ser y para colmo de males nos empujan a corrompernos en defensa propia. Estafan nuestros ahorros y nos fuerzan a ser «apátridas», porque para protegernos tenemos que comprar dólares y ponerlos en el colchón (fuera de cualquier uso productivo) o en el exterior (financiando el crecimiento de otros países). Crean normas incumplibles o injustas (en el nombre de la solidaridad), lo que fuerza a los ciudadanos a cumplirlas y fundirse; o a ser evasores y coimeros para sobrevivir. Es un esquema hecho para premiar a los vivos (funcionarios corruptos y ciudadanos evasores) y castigar a los ciudadanos decentes que cumplen con sus obligaciones. Es el reino del revés, que Discépolo reflejara tan bien en su tango Cambalache. Parte de la visión optimista es que si corrigiéramos esa corrupción «de arriba», nuestro comportamiento ciudadano también cambiaría, como cambia el comportamiento de la mayoría de los argentinos que emigran y deben integrarse en sociedades ordenadas.

La destrucción del Estado es otro de sus frutos más visibles. Décadas de clientelismo y amiguismo casi no han dejado rastros de un servicio civil calificado y honesto. En su lugar ahora hay políticos que venden leyes y favores. Hay funcionarios a sueldo de corporaciones empresarias, puestos en la función pública para facilitar negocios privados con el Estado (a costa del interés general, por supuesto). En muchos otros casos se trata de «ñoquis» que aseguran votos y capacidad de movilización callejera. La Policía y la Justicia han sido penetradas (aparentemente con la coordinación de los aparatos políticos de turno) por mafias delictivas. La salud de los asalariados ha sido entregada como coto de caza al sindicalismo empresarial, con los resultados conocidos. La educación ha sido dominada por los intereses de burócratas y gremialistas, que sólo defienden los intereses de «trabajadores de la educación». Lo importante para ellos no es que los chicos aprendan historia o matemáticas, sino que tengan de sus maestros un ejemplo de lucha por las reivindicaciones sociales.

La agenda del cambio

Frente a este panorama desolador, son necesarias nuevas reglas de juego que premien la honestidad, el mérito, la eficiencia y la transparencia. Los valores tienen que reinstalarse en la cúpula para que se propaguen hacia abajo. Esas reglas deben prevenir el «curro», la prebenda, el acomodo, tanto en la política, como en el campo empresario y gremial. La política debe dejar de ser un club privado, monopolizado por caudillos perennes a través de las listas sábanas. Debe reducirse drásticamente el número de legisladores nacionales, provinciales y municipales (cuanto menos sean, menos daño harán, mejor los conoceremos y más alta será su calificación). Hay que cambiar la política hacia los medios de comunicación, para ponerle límites al negocio de propagar la decadencia cultural. Hay que terminar con un capitalismo prebendario, que protege de la competencia a una parte substancial de los sectores empresarios. Hay que terminar con el control sindical de la educación y la salud, reformándolas para que las políticas se orienten de acuerdo al interés de los ciudadanos. Hay que limpiar las mafias enquistadas en la Policía, la Justicia y otras reparticiones públicas. Hay que reconstruir un servicio civil «meritocrático» y honesto, que represente al interés general en la gestión pública. En resumen, el Estado debe dejar de ser un instrumento para robarnos los unos a los otros y pasar a ser una expresión transparente y eficiente de nuestros intereses comunes.

La punta del ovillo

La pregunta del millón es cómo se hace todo esto, si la dirigencia actual se beneficia con el statu quo. Una condición necesaria es que tomemos conciencia de nuestros males profundos, quizás a través de crisis como la que estamos viviendo. La segunda condición es que aparezcan líderes honestos y capaces, con una propuesta «revolucionaria» adecuada para la dimensión de nuestros problemas. La tercera condición es que estemos dispuestos a apoyarlos decididamente a través de nuestro voto y de nuestro comportamiento social. Esta última condición es esencial, pues esos líderes tendrán que llegar con poder para enfrentar la oposición de todos los intereses corporativos existentes. Es aquí donde la tesis «cultural» y la «dirigencial» dejan de ser alternativas para transformarse en complementarias: «desde arriba» tiene que empezar el cambio, pero ello no será posible sin un apoyo político «desde abajo».

Todas estas condiciones parecen de cumplimiento imposible en el corto plazo. La crisis del capitalismo trucho de los «90 nos ha hecho retroceder políticamente. Mientras el mundo oscila entre distintas versiones del capitalismo globalizado, nosotros hemos vuelto a plantear el populismo nacionalista como una alternativa razonable. Pareciera que en el mejor de los casos evitaremos el retroceso resucitando a Menem. Es que aun el electorado más «calificado» parece preferir a quien ha demostrado capacidad para negociar con las corporaciones antes que alguien que las cambie con visión de estadista. Es aquí entonces donde retorna con fuerza la (pesimista) tesis cultural. En última instancia, «los pueblos tienen los gobiernos que se merecen». Si la tesis cultural fuera la verdadera, entonces no habría nada que hacer. El apoyo «desde abajo» para los líderes dispuestos a un cambio de fondo, nunca llegaría. La única salida recomendable sería Ezeiza.

Pero si estamos decididos a quedarnos, entonces no tenemos otra alternativa que creer que un cambio político en serio es la punta del ovillo y confiar en que la experiencia de nuevos fracasos en algún momento provocará el apoyo «desde abajo» a un profundo cambio «desde arriba» que revierta nuestra decadencia.

(*) Presidente del Centro de Estudios Públicos


"Este país no tiene arreglo, el problema está en la gente", piensan los pesimistas que ven la fuente de nuestros males en problemas culturales de larga data, enraizados en toda la sociedad. "La culpa la tiene una dirigencia corrupta" piensan en cambio otros, que tienen la esperanza de que con un cambio importante en la política y sus reglas de juego, nuestros males se corregirán. ¿Quién tiene razón? ¿Tenemos que contentarnos con un futuro decadente, porque nuestros males son culturales y difícilmente reversibles? O, por el contrario, ¿podemos cobijar esperanzas de tener un país exitoso cambiando la clase dirigente y sus reglas de juego? La respuesta a estos interrogantes es compleja, pero intentemos una síntesis.

Registrate gratis

Disfrutá de nuestros contenidos y entretenimiento

Suscribite por $1500 ¿Ya estás suscripto? Ingresá ahora