La regla

Es una regla injusta la que nos mide como personas. Un sistema perverso al servicio de los peores defectos de la humanidad en desmedro de sus virtudes. No resulta nada fácil quejarse, después de todo es un invento de la especie. Siempre somos, existimos, tenemos derecho a ser, aun en los días tercos en los que no podemos levantar cabeza, pero la mirada de los demás insiste en no fijarse en la pasión con que vivimos, en la belleza de nuestras acciones, en la poesía de las palabras que usamos, en la delicada estela que dejan nuestras caricias.

Da igual el color con que pintamos la vida, cual sea la forma, el aroma o la grandiosidad de la virtud que nos cobija. Los ojos del otro se obsesionan en la marca que llevamos clavada en el pecho, en las medallas de guerra que se nos salen de los zapatos. Sus oídos prefieren no prestar atención a la música que emiten estos labios y en cambio dedicarse a distinguir los ronroneos de un automóvil.

Apreciamos aquello que el laberinto de la modernidad nos permite comprar. Mientras destapa una cerveza y apelamos, como a un chiste corto y conocido, a la palabra libertad. Libertad no es imprimirse en el brazo el tatuaje de un Siux, libertad no es una remera con el rostro del Che, libertad no es cultivar una estética rockera, un gesto cool, libertad no es pasar de todo y festejar goles del fútbol italiano o clavadas de la NBA. Ojalá fuera así de simple ser dueño del concepto. Libertad, no se comercializa, sólo se merece. Como el pan que nos llevamos a la boca o el libro que nos espera bajo la almohada. Hemos terminado haciendo caso omiso de los dolores del alma y fijamos la atención en los crujidos de los huesos, en los pedidos de vitaminas de las fibras.

El hombre perfecto no existe. La mujer maravilla es un cómic. Por evidente que parezca insistimos en recrear su condición en los artículos de los diarios, en la cotidianidad de la calle, en la imagen que escupe el espejo. Y no, no cuadra, somos algo infinitamente más complejo. La regla que nos esclaviza en la era del «todo bien», de los rudos posmodernos que atraviesan el cielo, juzga ahora mismo si los calcetines combinan con la corbata, no si su portador es auténticamente feliz o un spot patético, no si ha derramado lágrimas de sangre.

Almorzamos pantallas de televisor porque se supone que las palabras ya no salvan a nadie, aunque las palabras alivien el ocaso, el desasosiego y la frustración.

Es justo en la pose iconoclasta donde abandonamos nuestro recurso más poderoso: llevar a la punta de la lengua la intensidad de la pasión. En el derroche de la imagen abandonamos el camino de la reflexión, la búsqueda. ( Y yo te busco cada minuto. Como un explorador, no dejaré piedra sin levantar, te buscaré amigo para que compartas mi cena, mi vino y te conviertas en mi aliado).

Es hora de fundamentar el final de una era y el principio de otra. De cultivar el deseo, alimentar el calor de nuestros corazones, vivir el afecto. Al principio el cambio duele y se lleva todo. Te roba, te fractura y calcina igual que un sol. No hay una clave para el regreso a la geografía más delicada de la piel, sino muchas. Las intuimos, sabemos que andan por allí: el respeto por el otro, el arte, las canciones que nos perturban, los libros que nos abren hacia un horizonte distinto, el pensamiento, la creatividad, la profundidad. Todo aquello que no está de moda.

La regla impone el prejuicio, sin embargo debemos estar resueltos a existir con la diferencia; la regla pide exclusión cuando necesitamos incluir, ser más que unos pocos románticos; la regla hace oídos sordos a la voz del planeta; la regla se deleita en el vigor en un momento en que es vital la sensibilidad; la regla exige furia mientras desfallecemos sin amor; la regla ruge por la conquista a los que ansiamos comprensión; la regla quiere más, pero lo esencial es dar.

Con casi nada hacemos rodar el mundo. En esa simple realidad descansan el mal y la esperanza.

Claudio Andrade

candrade@rionegro.com.ar


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