La revolución

Por Osvaldo Alvarez Guerrero

De revolución, ni hablar…! Excepto que divaguemos sobre el pasado, con empaque académico y cierto alejamiento escéptico, hoy la revolución es algo perimido, desprestigiado, absurdo e inimaginable para la mayoría de los argentinos. No es posible, se alega, y ni siquiera hay un programa para ella.

Sin embargo debe admitirse que buena parte del mundo se debate entre movimientos revolucionarios -nacionalistas, reaccionarios, liberadores relativamente socialistas, espiritualistas, modernizadores neoliberales- en los que está latente o ya se ha desatado la guerra civil. La insurgencia, el golpe de Estado, la revuelta y el levantamiento, el estado de rebeldía y resistencia ante el statu quo, cualquiera sea éste, son momentos encadenados, casi una constante en todo el mundo no desarrollado. Desde la década pasada ya no se habla de revolución: se la ejecuta y se la padece.

El concepto que entorna estos temidos episodios es obviamente muy amplio. En teoría, al hablar de revolución se hace referencia a un cambio del Estado y de la sociedad, esto es, una modificación sustantiva de las relaciones de poder. Pueden agregarse otros elementos, según las ciencias sociales y las experiencias históricas: el cambio ha de ser más o menos rápido, más o menos radical y totalizador, más o menos violento o pacífico. Por ejemplo, los historiadores invocan a la Revolución Industrial (en Europa entre 1780 y 1830) y a la Revolución Científica y Tecnológica (en todos los países industrialmente desarrollados, en el siglo XX). En esta perspectiva, al tomarse en cuenta períodos relativamente más extendidos, colocan el acento en ejes (el desarrollo acelerado de la industria y la ciencia aplicada) en torno de los cuales las transformaciones repercutieron en las relaciones políticas, culturales, sociales y económicas de los pueblos. También se puede hablar, y de modo mucho más frecuente y preciso, de la Revolución Francesa de 1789 o de la Rusa de 1917 (consideradas las más profundas e influyentes en los siglos últimos) y entonces estamos poniendo énfasis en períodos cortos y en el ejercicio político de acciones colectivas violentas.

Una revolución puede ser: a) un deseo; b) un intento; c) un resultado; d) una situación.

Es un deseo, cuando se trata de un rechazo puro y simple opuesto por el espíritu al mundo que lo indigna. Un intento es cuando una acción colectiva pone en ejecución este rechazo, independientemente de su éxito y su fracaso. Suele responder a un programa, una estrategia revolucionaria con pretensiones de racionalidad. El resultado es el efecto de la acción revolucionaria una vez ejecutada. Pocas veces coincide con el proyecto inicial. En la medida en que la acción revolucionaria nace, se ejerce y se cristaliza, las consecuencias efectivas de este proceso son sólo parecidas a las imaginadas, o totalmente contrarias, por el hecho de que las revoluciones desembocan a menudo en contrarrevoluciones.

La situación revolucionaria, en fin, es el conjunto de condiciones objetivas que se presentan en un lugar y en un tiempo determinados, y que sustentan y abonan el cambio de sistema. El descontento social, las crisis económicas, la ineficacia del orden jurídico formalmente instituido, la deslegitimación, la falta de consenso mayoritario y el desmoronamiento de un régimen suelen constituir factores provocantes. Pero aunque estas circunstancias de hecho se den, quizá no sean determinantes en lo inmediato. Y aun cuando haya, además de estas circunstancias objetivas, una «toma de conciencia» en las masas, quiero decir, que subjetivamente crean en la revolución y en la eventualidad de llevarla a la práctica, a veces las revoluciones se demoran o se autodisuelven. Es que los revolucionarios se sienten, generalmente, impotentes para llevar a cabo su programa.

Sin ser demasiado arbitrario, y dejando a un lado la ortodoxia interpretativa con que la teoría enmarca un proceso revolucionario, bien podría afirmarse que el menemismo ha hecho una revolución en la Argentina. En efecto: los cambios estructurales producidos en la economía y las finanzas, en el papel del Estado, en la distribución de la propiedad, en la composición de las clases sociales, en las fuerzas políticas y gremiales, en la cultura y en la propia capacidad de decisión nacional, son de una magnitud que no tiene precedentes en la historia de este siglo. El hecho de que estas transformaciones sustanciales se hayan producido en el proceso de globalización llamado neoliberal sin mayor violencia, no le quita ni hondura ni amplitud al fenómeno. «¡Franceses! -reclamaba Robespierre a los moderados-, ¿qué queréis? ¿una revolución sin revolución? Es imposible». Pues bien, ésa es la que ha ejecutado el menemismo, con perspicacia, astucia y plena conciencia de sus objetivos.

Por otra parte, el «modelo» ostenta una pretensión de irreversibilidad bien fundada. Precisamente esa característica de rigidez faculta a negar la posibilidad de toda reforma que pueda originarse con los mismos parámetros y reglas de juego establecidas por el modelo instaurado. Una revolución de esa envergadura exigiría una contrarrevolución de igual potencialidad. Esto es, una revolución de signo y orientación inversa a la producida en la última década. En esa abismal disyuntiva se genera la práctica inexistencia de creencias y programas alternativos, que pretendan una corrección del modelo desde su mismo seno.

La cuestión se complica en cuanto apreciamos la ineficacia para autosostenerse que la revolución menemista está demostrando, más allá de los esfuerzos quedantistas y conservadores del actual gobierno. Su deslegitimación de hecho y su menguado recurso a una legalidad endeble, el peligro de la falta de gobernabilidad, agravan el dilema, si tenemos en cuenta su cimiento en la «corrupción», un adjetivo insuficiente para definir la naturaleza de lo que Elisa Carrió denomina el «Estado mafioso». La máscara de la democracia no es convincente cuando se descubre que precisamente detrás de la máscara no hay democracia.

Se trata, como bien se sabe o debería saberse, de una confusión fenomenal entre intereses privados e intereses públicos, de funcionarios políticos y de empresarios, que se concentra en el negociado, el soborno y la simulación de «legalidad» y «normalidad» en gran escala. Ese desbarajuste se disfraza como inherente a la acumulación capitalista sin controles, lo que resulta incompatible con la democracia y el Estado de derecho. Estos caracteres esbozan la situación actual con los elementos de un fantástico proceso de decadencia moral, más apropiado para las definiciones de una antropología cultural del desmoronamiento y la desintegración, que para el análisis político y la economía del saber convencional.

Es en este sentido que el interrogante sobre la revolución y su significado histórico adquiere una dramaticidad sofocante, una trascendencia de superlativo presente en la Argentina.

Asusta, más que preocupa, cuando debiera ocurrir lo inverso: el miedo a la validez de las profecías racionales es otro signo de insensatez y desmadre que está registrando nuestro ingreso en el siglo XXI. Ahora bien, una nota frecuente de las revoluciones es precisamente la sorpresa, la de emerger cuando no se las espera.


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