LA SEMANA EN SAN MARTIN DE LOS ANDES: Libro de quejas

Propongo una protesta, sin cortar rutas o quemar cubiertas. Sería una «marcha de los libros de quejas». Todos enfundados en primorosos arreglos con arpillera o tela similar, pintada de brea para dar el efecto apropiado de tapas duras, negras e insondables.

Al frente de la columna avanzaría un «hombre/cesto de papeles», al que los humanizados «libros de queja» arrojarían bollos de cuartillas, cual Ginóbili desde la línea de 6,25. Redobles sostenidos darían clima a cada lanzamiento.

Las páginas, claro, saldrían de las propias entrañas de los «hombres/libros de queja», que se arrancarían las hojas garabateadas por los anónimos incautos…

El efecto de la protesta entre las autoridades sería nulo, por supuesto; tanto como suele ser improductivo quejarse en un libro de quejas. Pero, en fin, quizá pudiera servir como taller de expresión corporal…

Desde luego que para quejarse con mejores expectativas están las leyes de defensa del consumidor, pero éstas no se aplican a los servicios públicos. En tales casos, uno debe acudir a los entes reguladores, la justicia u organismo competente del que dependa la oficina en cuestión. Se trata, por lo común, de un camino largo e incierto. Veamos un par de ejemplos…

Durante una semana no hubo clases en el jardín de infantes de la escuela 86 por rotura de la mochila del baño, de material plástico, lo que obligó a cortar el agua para evitar la inundación del sanitario.

El encargado de mantenimiento del Distrito Escolar se presentó, pero dijo que no tenía la mochila en cuestión y que debía pedirla a «Neuquén» (aquí conviene preguntarse si «Neuquén» será una especie de Gran Hermano, que todo lo sabe o debe saber antes de que alguien haga nada). Pasaba el tiempo, sin respuestas.

La directora, cansada de esperar, explicó el caso a través de los medios y, al rato, uno de los papás ya había conseguido una mochila, donada. Y fue un papá el que la colocó, porque el plomero «oficial» no tenía sellador. La mochila, según opciones de mercado, cuesta entre 25 y 60 pesos.

¿Adónde se queja uno cuando el estado mete la pata, de la forma más estúpida que alguien pudiera imaginar? Es tan absurdo el episodio, que ni siquiera vale la pena especular con un recurso de amparo para apurar respuestas.

Si alguien en verdad escuchara, bastaría con una simple queja a modo de acicate para que el funcionario equivocado enmiende el error.

Pero la sensación es que las quejas son un ejercicio vano; meras descargas de broncas del momento. Lo que nos lleva al segundo caso: el avión que aterrizó de emergencia en el aeropuerto de Neuquén, cuando su destino era Chapelco.

Se verá (¿se verá?) si hubo un desperfecto en los flaps, pues los pasajeros dicen que sí y la empresa dice que fue falsa alarma. Pero lo queimporta a esta columna, de momento, es que cuando los pasajeros arribaron no había ante quién quejarse. Con críos en brazos, tuvieron que penar hasta hallar certezas sobre la continuidad del viaje a San Martín de los Andes, cuando eso era lo mínimo e inmediato que merecían.

Para colmo, si pretendían hacer una denuncia por el funcionamiento del avión, debían acudir a la Secretaría de Transporte de Nación, que por supuesto atiende en Buenos Aires.

Terminaron con una exposición ante la Policía de Seguridad Aeroportuaria. La impresión es que, por perversa maquinación o por puro desquicio, todo está dispuesto para que formular una queja sea engorroso, desalentador e inútil.

Corro a hacer mi disfraz de «hombre/libro de quejas…».

 

FERNANDO BRAVO

rionegro@smandes.com.ar

 


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