La tortura, ayer y hoy

MARTÍN LOZADA (*)

La creación del Comité contra la Tortura en la provincia de Río Negro y su réplica a nivel municipal en la ciudad de San Carlos de Bariloche nos remite a la necesidad de dar respuesta a una realidad que comenzó a ponerse en crisis en la segunda mitad del siglo XVIII. Y que, pese a ello, nunca finalmente desapareció como práctica social y estatal. La tortura autorizada legalmente para arrancar confesiones de culpabilidad o nombres de cómplices se convirtió en un asunto capital después de que Montesquieu la atacara en su obra titulada “Del espíritu de las leyes”, en 1748. Años después, el llamado “Caso Calas” jugó un muy importante rol en el paulatino cambio de concepción respecto de la tortura y los dolores impuestos por los sistemas penales. Jean Calas fue un protestante francés, de 64 años, declarado culpable de haber asesinado a su hijo para evitar que éste se convirtiera al catolicismo. Los jueces lo condenaron a morir descoyuntado en la rueda. Antes de la ejecución debió soportar un suplicio supervisado judicialmente, llamado “cuestión de tormento preliminar”, cuya finalidad era hacer que quienes habían sido declarados culpables delataran a sus cómplices. Sin embargo, Calas murió clamando su inocencia. El “Caso Calas” se situó en el centro de la escena cuando Voltaire, varios meses después de la ejecución, se ocupó de él. Publicó entonces un libro titulado “Tratado sobre la tolerancia con ocasión de la muerte de Jean Calas”, en el cual utilizó por primera vez la expresión “derecho humano”. Durante la tempestad suscitada a raíz de esa ejecución, el interés de Voltaire comenzó a concentrarse en el sistema de justicia penal, al cual atacó en función del uso de la tortura y del suministro habitual de crueldad. Tanto fue su activismo, que en 1769 se sintió impulsado a añadir un artículo sobre la “tortura” a su Diccionario Filosófico, ocasión en la que condenó por incivilizadas las prácticas francesas. Puesto que, según afirmó, una nación civilizada no puede estar todavía “guiada por antiguas costumbres atroces”. En su obra titulada “La invención de los derechos humanos”, la historiadora norteamericana Lynn Hunt recuerda que, tal como sucedió con los derechos humanos, las nuevas actitudes respecto de la tortura y el castigo humanitario cristalizaron por primera vez en la década de 1760. Y no sólo en Francia, sino también en otras partes de Europa y en las colonias americanas. Tanto es así que a partir de entonces diversas campañas condujeron a la abolición de la tortura sancionada por el Estado y a una moderación cada vez mayor de los castigos corporales. Buena parte del impulso recibido por este razonamiento se debió al breve e incisivo ensayo “De los delitos y las penas”, publicado en 1764 por un aristócrata italiano de 25 años, Cesare Beccaria. Promocionado por los círculos afines a Diderot, traducido pronto al francés y al inglés, y leído ávidamente por Voltaire en medio del “Caso Calas”, la obra de Beccaria centró la atención sobre el sistema de justicia penal de cada país. No sólo rechazaba allí la tortura y el castigo cruel, sino también, lo que era notable para la época, la misma pena de muerte. A raíz de esos cambios perceptivos y valorativos, en 1789 el gobierno revolucionario francés renunció a todas las formas de tortura judicial y en 1792 introdujo la guillotina, cuyo objeto era uniformizar el cumplimiento de la pena de muerte y ejecutarla de un modo tan indoloro como fuera posible. En pocos años se instaló en las conciencias colectivas la necesidad de abolir la tortura y de moderar el castigo y las respuestas punitivas de los Estados. A punto tal que la campaña a favor de la reforma penal pasó así a estar asociada cada vez más estrechamente con la defensa general de los derechos humanos. (*) Juez Penal – Catedrático Unesco en Derechos Humanos, Paz y Democracia por la Universidad de Utrecht, Países Bajos.


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