La trampa populista
Según lo veo
En una época de perspectivas económicas, sociales y políticas tan inciertas como la actual, es comprensible que en los países desarrollados sean cada vez más los que se aferran con tenacidad a lo que, con razón o sin ella, creen es suyo por derecho. Es lo que está ocurriendo en Estados Unidos, Europa y el Japón, donde el temor a perder lo ya conseguido se ha intensificado hasta tal punto que impulsar los cambios “estructurales” que en opinión de los economistas serán necesarios para aumentar la productividad, y por lo tanto hacer sustentable la prosperidad en un mundo que es cada vez más competitivo, se ha hecho virtualmente imposible.
Por razones en buena medida demográficas –la prolongación de la expectativa de vida se ha visto acompañada por el colapso de la tasa de natalidad–, las sociedades consideradas avanzadas están a la defensiva. Muchas, tal vez todas, corren peligro de caer en la trampa populista que, en el ámbito socioeconómico, se caracteriza por la subordinación de la productividad a la distribución de lo que hay. Entrar en el populismo es muy fácil pero, como sabemos, salir de él puede ser sumamente difícil.
No es cuestión sólo de modalidades económicas. Para desconcierto de los muchos que confiaban en que el mundo se aproximaba inexorablemente a una era de tolerancia universal globalizada, en Europa y Estados Unidos está difundiéndose la convicción de que la utopía progresista reivindicada por los biempensantes es una fantasía maligna, un pretexto para justificar un orden nada equitativo, de ahí la irrupción de variantes del populismo que se asemejan mucho a las latinoamericanas.
Cuando Donald Trump, Marine Le Pen y otros de mentalidad afín dicen estar luchando en nombre del pueblo contra la hegemonía de oligarcas plutocráticos, la patria financiera y elites culturales extranjerizantes, se parecen más a nuestros peronistas que a los por lo común sobrios, y por lo tanto aburridos, oradores políticos del llamado Primer Mundo. Si bien personajes como el laborista británico Jeremy Corbyn y el jefe del Podemos español, Pablo Iglesias, ya han dejado de festejar las proezas que atribuían al chavismo venezolano, el entusiasmo que habían manifestado por una alternativa tan esperpéntica como la improvisada por el comandante Hugo Chávez no les ha costado el apoyo de militantes que están más interesados en combatir el orden existente que en procurar reemplazarlo por algo presuntamente mejor.
Puesto que desde hace más de medio siglo la Argentina figura en la imaginación de muchos europeos y norteamericanos como la madre patria del populismo, el que en la actualidad tenga un gobierno que se afirma resuelto a rescatarla de sus garras es un tanto paradójico. Fue por eso, sin duda, que los miembros más destacados de la clase política del mundo desarrollado dieron una bienvenida tan calurosa a Mauricio Macri. Tomaron su triunfo electoral sobre el candidato respaldado por Cristina por evidencia de que, hasta en sociedades que según parece son congénitamente populistas, andando el tiempo la gente puede cansarse de las promesas huecas de demagogos ridículos, de modo que lo que está sucediendo en Francia, el Reino Unido, Grecia, Estados Unidos y otros países podría resultar ser nada más que el síntoma de un mal pasajero.
Es probable que se hayan equivocado. Si la experiencia argentina en la materia prueba algo, ello es que podrían transcurrir muchos años, tal vez décadas, antes de que sectores importantes comiencen a considerar la posibilidad de que las recetas populistas sean contraproducentes. Sin embargo Europa, que envejece a un ritmo sin precedentes en épocas de paz, no puede darse el lujo de esperar tanto tiempo. Asimismo, aunque el modelo económico populista, basado como está en privilegiar el consumo de lo ya producido, es intrínsecamente disfuncional, a juzgar por lo que ha sucedido en la Argentina y otros países de la región, los especialistas en aprovechar las demandas sociales sin preocuparse por el largo plazo suelen ser capaces de construir modelos políticos duraderos. El armado aquí por los peronistas es una obra maestra. Una vez en el poder, los populistas se defienden atribuyendo todos los males a sus adversarios, como ya están haciendo sus compañeros espirituales de Estados Unidos y Europa. De alcanzar el poder, podrían emular a sus homólogos argentinos para retenerlo por muchos años.
Con todo, mientras que los norteamericanos y europeos sienten nostalgia por períodos recientes, por lo común los que llegaron a su fin con la imprevista convulsión financiera del 2008, aquí tendríamos que ir mucho más atrás en el tiempo para conectarnos con una mítica edad de oro prepopulista que pareció destinada a perpetuarse. El que la larga debacle nacional se haya iniciado hace mucho plantea un problema muy grave a un gobierno reformista como el encabezado por el Macri. Significa que la cultura del fracaso, por llamarla así, ha echado raíces profundas. Lo mismo podría ocurrir en el mundo aún rico.
Si bien pocos encuentran satisfactorio el estado actual de la Argentina, muchos se sienten tan comprometidos con las ideas y actitudes que les permitieron consolidarse que son reacios a abandonarlas. Les parecen naturales, el “sentido común de los argentinos”, como alguien dijo del peronismo que es la doctrina nacional por antonomasia.
En política, la lógica importa mucho menos que las lealtades personales, las preferencias ideológicas y la voluntad de sentirse miembro de una comunidad determinada. Aunque sólo una minoría reducida de argentinos tiene motivos concretos para querer defender el orden existente, los conformes con los esquemas tradicionales se las han arreglado, a menudo sin habérselo propuesto, para persuadir al grueso de los perjudicados de que cualquier alternativa les sería mucho peor.
Sin el apoyo de sus víctimas, el populismo no puede perpetuarse. Si bien en Europa y Estados Unidos quienes se sienten perdedores aún constituyen una minoría, pronto podrían estar en condiciones de imponer su voluntad, lo que condenaría al Occidente desarrollado a un futuro signado por el estancamiento.
Cuando Trump, Le Pen y otros de mentalidad afín dicen estar luchando en nombre del pueblo, se parecen más a nuestros peronistas que a los políticos del llamado Primer Mundo.
Si la Argentina prueba algo, es que podrían transcurrir décadas antes de que se comience a considerar la posibilidad de que las recetas populistas sean contraproducentes.
Datos
- Cuando Trump, Le Pen y otros de mentalidad afín dicen estar luchando en nombre del pueblo, se parecen más a nuestros peronistas que a los políticos del llamado Primer Mundo.
- Si la Argentina prueba algo, es que podrían transcurrir décadas antes de que se comience a considerar la posibilidad de que las recetas populistas sean contraproducentes.
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