La verdad

Es un implícito moral, tanto que ni siquiera se nos ocurre cuestionarlo. «Hay que decir la verdad». Aún cuando mentimos, sabemos esto, que estamos mintiendo (cuestión que no será moral, pero requiere un meritorio esfuerzo físico y mental, ya que hay que obrar y pensar como si fuera verdad, sin olvidar cuál es la verdad, porque, de otro modo, ¿cómo sabríamos que estamos mintiendo?)

He comenzado un poco enrevesada, lo reconozco. Aguánteme un poco. Esto tiene que ver con que yo, usted, todos, «la gente» (qué concepto tan útil, tan multiuso: sacraliza cualquier cosa), exigimos comunicar la verdad. Pero ocurre que es una señora complicada. Queremos la verdad, y cuando tenemos la verdad que requerimos del otro, no nos gusta. Es como que nos agrede. Se abre una puerta de sinceramiento con rumbo desconocido. Quizás por eso usamos tanto el chiste o la chicana como bandeja de semejante plato. Y también quizás explique por qué las cartas sirven para expresar cosas que mirando a los ojos de su destinatario ni usted ni yo nos atreveríamos. Sí, las cartas están un poco en desuso, desde que existe el correo electrónico; si bien este medio, donde usted y el otro muchas veces no se conocen, se presta a lo contrario: es un modo de fantasear personalidades o costados nuestros que se parecen a la mentira. Y le digo que se parecen porque quizás son parte de alguna verdad no reconocida, salvo servida así, en clave de fantasía.

Volviendo a la verdad, a nuestras verdades en serio, hay que agradecer que existan psicólogos y psiquiatras, porque ese tercero extraño hace de contenedor de estas cuestiones. ¡Pavada de misión la suya! Tiene que convertir los largos silencios, las puertas cerradas de un golpe, la expresión hosca, en la demoledora verdad. Supongamos una terapia de pareja: «lo que pasa es que él (él está sentado a su lado, pero usted mira al psicólogo) está envidioso porque gano más». «¿Yo, envidioso? Estás loca» –breve contacto ocular y de nuevo al tercero: «lo que pasa es que ella –la que está sentada a su lado- se cree superior y lo hace sentir, todo por unos pesos roñosos». Y el tercero extraño, ya asumido implícitamente como el conductor del asunto (por eso vamos a verlo, porque delegamos nuestra autoridad) alienta seguir abriendo la puerta de la verdad. «Excelente», dice, «eso es bueno, que se digan la verdad», en un rol parecido al que usted y yo asumimos cuando un bebé se larga a caminar con pasos inseguros, muuuy bien, braaaavo, aplausos, abrazos. De eso se trata todo. Qué lástima, se terminó la hora y hay que irse a convivir con este presente griego, la señora verdad. Suerte.

¡Y después nos indignamos cuando los políticos «mienten»! Ellos y ellas -porque hay que reconocer, seguimos las reglas del juego que los hombres han impuesto en la política -, saben esto, que la verdad duele, que es rechazada, que en el fondo, queremos que digan lo que queremos escuchar. Me acuerdo de un gobernador, ahora ex gobernador, ex todo. Sin advertir que el micrófono estaba abierto, le dijo en una conferencia de prensa al que tenía al lado «ocupate de ver qué quiere ahora esa india de mierda». Se armó un lío de aquéllos y el tipo tuvo que retractarse; si bien esa expresión era su verdad sobre los indígenas, expresión que al igual que «negro de mierda, judío de mierda», la que quiera, jalonan el pensamiento de muchos, quizás el suyo, el mío; el pensamiento real, digo. La verdad.

Piense en los debates. Hay un comienzo mesurado, de palabras cuidadas, para angustia del periodista, que sabe que eso es un plomo. Y a veces el asunto toma color y alguno larga lo que realmente cree sobre el que tiene adelante, y se atropella todo el mundo, se sobreponen los argumentos, se grita…ah, la verdad. Libera.

Si usted tuvo la paciencia de seguir hasta aquí, tiene derecho a concluir: «Esta mina está de la nuca, es ella la que tiene que ir al psicólogo». Tiene razón. O quizás debiera ir a confesarme. En las palabras del Santo Padre que vive en Roma, he cometido el peor de los pecados: el relativismo moral. Amén.

María Emilia Salto

bebasalto@hotmail.com


Es un implícito moral, tanto que ni siquiera se nos ocurre cuestionarlo. "Hay que decir la verdad". Aún cuando mentimos, sabemos esto, que estamos mintiendo (cuestión que no será moral, pero requiere un meritorio esfuerzo físico y mental, ya que hay que obrar y pensar como si fuera verdad, sin olvidar cuál es la verdad, porque, de otro modo, ¿cómo sabríamos que estamos mintiendo?)

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