Las concepciones paternalistas de la patria 05-01-04

Por Carlos Schulmaister (*)

Especial para «Río Negro»

En nuestra nota anterior dimos cuenta de dos maneras de concebir el patriotismo, con las que básicamente no estamos de acuerdo porque parten de presuntos mandatos divinos o espirituales provenientes del pasado, en desmedro de la capacidad de las generaciones presentes de concebir y construir su propio patriotismo histórico a la luz de las necesidades y anhelos colectivos de su propio tiempo. Y frente a ellas dimos la alternativa que sustentamos nosotros: patriotismo de tiempo presente, comunitario más que colectivo añadimos hoy, basado en la ética y apuntando también hacia ella como meta.

Puesto que el simple balance que efectuamos puede ser considerado herético por algunos, vanguardista por otros y, en consecuencia, merecedor del silencio en ambos casos hasta que alguien «importante» autorice una reflexión libre sobre el tema -como ha sucedido en la historia argentina con muchos otros temas- insistiremos en decir ahora lo que pensamos y no mañana, por más cadalsos que se erijan inmediatamente.

Es que estamos diciendo que hay varias maneras de entender qué es eso llamado Patria y que muchos escriben con mayúscula (nosotros preferimos la minúscula y no es por llevar la contra). Lo cual equivale a decir que hay varias clases de patria. ¡¿Cómo?! ¡No es que era una sola e indiscutible además!

Consideramos a las dos primeras concepciones de las que hablamos en la nota anterior como paternalistas y a la nuestra la entendemos como una concepción de patria popular. Sobre esta última nos explayaremos en otra oportunidad. Esto también habrá de sonar herético para algunos, pero insistimos en que la patria del represor no es la misma que la del guerrillero ni la de las oligarquías y dictaduras de América Latina es la misma que tienen, o que sienten, o que piensan las masas hambrientas, explotadas y marginadas, aunque muchas veces las percepciones de los términos opuestos de las contradicciones políticas, económicas y sociales latinoamericanas no adviertan las sutiles diferencias existentes entre ellas.

Aquellas concepciones de patria que fincan en el pasado histórico de una nación son, en primer lugar, la nacionalista católica, la del mandato divino, la de la Patria como desprendimiento de la divinidad, la que hace elevar la vista en los actos patrios pues mora entre la altura de la bandera y las nubes y el cielo. Tiene reminiscencias de mujer, de madre protectora de millones de hijos argentinos y a la vez de virgen inmaculada con pechos ubérrimos. Tiene la imagen de la Libertad y nos contempla desde arriba. Tiene corazón, sensibilidad y voluntad propios. Es un ente metafísico. Los humanos la asocian con la madre y los latinos más aún. Dicen que la aman pero reconocen que la hacen sufrir demasiado y sienten remordimientos por ello. Y consideran sacrilegio la traición a esa Patria matria.

Esa Patria nace de Dios y como para esta concepción el único soberano es Dios, todos estamos obligados para con ella. Nada hay superior ni prioritario a las demandas de la Patria. ¿Quién lo dice? Los que lo han dicho y lo vienen diciendo de diversas maneras a lo largo de más de dos mil años: aquellos que mancomunadamente representan a Dios en la Tierra: la Cruz y la Espada (también con mayúsculas), la Religión y el Ejército (o las Fuerzas Armadas y de Seguridad). Ambos constituyen las aristocracias del espíritu, los intermediarios entre las masas ignaras, viles e imperfectas y la Divinidad.

La otra concepción de Patria que viene desde el pasado es la concepción forjada por el liberalismo argentino, en rigor de verdad por el seudoliberalismo europeizante que existió en la Argentina. Mientras que la anterior es una concepción que anida en cofradías cívicas y militares, propia de capillas, esta otra es masiva, como corresponde al credo laico oficial del Estado argentino. Es fruto de la ingeniería de la oligarquía en el campo de las ciencias sociales, comenzando con la falsificación de la historia argentina, continuando con la regimentación historiográfica de la educación argentina, especialmente desde el Consejo Nacional de Educación, con el sistema de premios y castigos instituido oficialmente, con el fraude electoral y finalmente con el uso de la violencia represiva del Estado. Con tan repulidos instrumentos se obtuvo la educación en el patriotismo tal como lo concibió la oligarquía argentina. Ello le brindó control sobre la mente de millones de habitantes, disciplinamiento en sus prácticas sociales, acatamiento y consenso en grados diversos a sus políticas antipopulares. Es decir, todos los que han llegado al gobierno por el sufragio pero en representación de los intereses oligárquicos han sido apoyados también por sectores populares y éstos también han apoyado gobiernos de facto decididamente antipopulares. ¿Cómo ha sido posible semejante extravío? Porque la educación ha fallado permanentemente en nuestro país. O no, mejor digamos que el resultado ha sido así precisamente porque la educación ha sido un éxito constante.

Desde ya, ahora estamos confundidos de nuevo. Entonces… ¿para qué existe el sistema educativo?, o mejor aún, ¿para qué debe existir?, si es cierto que el pueblo es el soberano como nos han inculcado y si, como está comprobado, los sectores populares son los qu financian el mantenimiento del Estado en Argentina.

Es que la educación patriótica brindada por el sistema educativo argentino no estuvo al servicio de los intereses del soberano sino únicamente al servicio de la oligarquía.

Lo curioso es que con cualquiera de las dos concepciones-fuentes de la Patria que estamos tratando, la nacionalista-católica y la presuntamente liberal, la única beneficiaria resultó ser siempre la oligarquía. La promiscuidad entre Dios, la Patria y los Próceres de la Oligarquía no es confiable para las mayorías que desean vivir en una sociedad democrática, sea en Argentina, en América Latina, en el mundo anglosajón o en Oriente.

Ese Dios que es invocado por el miembro de su orden sagrado en la bendición de fusiles, cañones y bombas, ¿de qué lado está?: ¿del lado de los represores o de los manifestantes? ¿O habrá que pensar que aquello de vox populi, vox Dei, era simplemente a efectos propagandísticos?

Por cierto, todos sabemos que Dios no es culpable de que los que tienen o aspiran a tener el poder, lo hayan utilizado históricamente lo mismo para un barrido que para un fregado. Todos lo sabemos dije… pero a veces parece que no… Dios no tiene banderas ni partidos políticos ni ideologías como las que han inventado los seres humanos. De allí que resulta ridículo poner un acto político bajo la advocación de Dios Padre, Hijo, del Espíritu Santo o de la Virgen María o del Santo Tal o Cual, como sucedió en los setenta. Por más que lo pretendan los intermediarios, aquellos no avalan, ni certifican, ni legitiman, ni legalizan con el poder divino el contenido del acto político ni la índole de lo que en esas circunstancias se haya determinado que constituyen los deberes patrióticos de la hora.

Dijimos al comienzo que considerábamos paternalistas estas dos concepciones acerca de la patria. Ambas conciben el rol de los ciudadanos como el de meros receptores pasivos de los paradigmas cívico-patrióticos. La función asignada a aquéllos es la de fieles ejecutores, nunca hombres pensantes con capacidad crítica.

Por otra parte, ambas concepciones tienen oráculos sagrados, hombres iluminados, especiales, unos con contactos directos con la Casa Celestial, otros con las altas cumbres del poder terrenal e incluso con habilidades de nigromantes que, a fuerza de puro estro, logran hacer hablar a los muertos y hacerles decir cosas que jamás dijeron o callar las que dijeron. Esto implica asumir que hay hombres superiores, los menos, para el tratamiento de las cosas superiores, especialmente de la Patria. Y los que no entran en esa categoría serán hombres inferiores cuya conducta debe estar signada por la paciencia, la tolerancia, la prudencia, la confianza en las instituciones y en las capacidades de los especialistas.

Paternalismo es, pues, verticalismo. Al mismo tiempo, implica la ausencia de igualdad entre los hombres puesto que unos están para mandar y otros para obedecer sin chistar ni poner en duda cuestiones de dogma. Cuando el paternalismo es la nota saliente del poder dominante, el rol de los dominados es equivalente al de los niños, subrogados por sus padres en las cuestiones fundamentales.

Por último, cuando hay paternalismo no puede haber justicia puesto que las decisiones y determinaciones, en este caso acerca de lo que deba entenderse a niveles colectivos por patria y patriotismo, son tomadas por las minorías que mandan y que, por más que sean elegidas en un régimen representativo del poder, no actúan en esta materia en nombre de sus representados y mandantes sino en el de sus corporaciones y grupos de intereses.

En consecuencia, si hay paternalismo no hay democracia. Por lo tanto, con aquellas dos concepciones paternalistas de la Patria nos encontramos frente a concepciones no democráticas de la misma. Y de lo que tratamos o deberíamos tratar todos los que somos soberanos es de hacer primar la soberanía efectiva para instalar efectivamente la democracia en el todo social y en cada una de sus partes.

Ambas concepciones comparten también el mismo tufillo litúrgico del culto a la Patria, de raíz metafísica, creído intensamente por los nacionalistas católicos, especialmente preconciliares, y adoptado con astucia pero sin fe por la ingeniería oligárquica liberal.

Lamentablemente, hay argentinos con ciertos niveles de compromiso político con las luchas de las mayorías populares que no perciben que esas dos concepciones de Patria son una falacia, una irracionalidad, una mistificación hecha desde el poder dominante. En consecuencia, su progresismo se troca en conservadurismo cuando reflexionan acerca de la patria. La Patria no se toca, los extraviados somos los hombres, aventuran. Por lo tanto, concluyen, los justos deben portarse bien con la Patria, amarla, sacrificarse por ella, etc, etc. En definitiva, hacer todo lo que se nos enseñó desde fines del siglo XIX.

Evidentemente, seguimos como sociedad sin saber qué es la patria. O la Patria.

 

 

(*) Profesor de historia. Autor de «La patria. Mistificación y liturgia» y de «De la patria y los actos patrios escolares» (en colaboración).


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