Las cosas por su nombre
Por Noemí Labrune
Nada me parece más confiable para medir el significado profundo de ciertas acciones del presidente Kirchner, que las reacciones por ellas provocadas de parte de ese conglomerado variopinto al que antes de Fukuyama llamábamos 'la reacción'. Nos llegan a través de sus voceros naturales. Por caso, el editorial de «La Nación» del día después; el escozor de Mirtha Legrand al perdérsele el escudo nacional bajo las barbas del 'Che'; o el de aquel periodista ducho en manipulaciones que se dijo capaz de soportar el descuelgue de haber subido a la escalerilla un ordenanza o hasta un cabo primero. Pero ¡un general de la Nación!
Mi última medición no deja lugar a dudas. Las acciones del presidente constituyen un avance -ojalá definitivo- en el hasta hoy sinuoso proceso de subordinación del poder militar. De paso subordinó -¿por cuánto tiempo?- el poder de los políticos a la necesidad de verdad y justicia de un pueblo muchas veces apaleado y/o engañado por militares y por políticos.
Lo novedoso fue que para someter a militares y políticos, el presidente utilizó los instrumentos de unos y de otros.
A los militares les ordenó: autoritario, inapelable, comandante en jefe.
A los políticos les dirigió un discurso, o sea palabras desde un palco. Y no hubo maniobra capaz de forzar la presencia de los indeseables en ese palco de la dignidad republicana. Las palabras recobraron su razón de ser: llamar a las cosas por su nombre.
Dichos y hechos de este 24 de marzo fueron la contracara, para muchos de nosotros inesperada revancha, del «Felices Pascuas». El autor de la célebre frase se quejó, dolido. ¿Será por incapacidad de analizar la abismal diferencia entre unas acciones y otras? ¿O porque al fin percibió esa diferencia? Veamos.
Alfonsín ordenó la apertura del juicio a las juntas militares. Los ciudadanos pudimos mirarlo de a pedacitos por la tevé pero… sin audio. Sin la voz de las víctimas; sin la vibración del alegato final. Vimos a los mandos supremos vestidos de gala, tiesos en sus banquillos pero…. como en la época del cine mudo. Su comandante en jefe temió que las palabras, esas que al quedar grabadas nos permiten recuperar la memoria, los degradaran en ese instante y sin apelación posible, ante la conciencia de los millones de argentinos que no leerían el «Nunca Más».
El juicio fue importantísimo al dejar probado el plan criminal ejecutado por el Estado. Ese plan por el cual recién ahora un presidente pide perdón en nombre del Estado. Luego de la sentencia, los juicios se multiplicaron. Creímos que había llegado la hora de la justicia, pero … llegaron el Punto Final y la Obediencia Debida, del mismo autor que había vaciado de contenido a la palabra felicidad en la Pascua del '87.
Tres años antes, Alfonsín había creado la Conadep, instrumento indispensable en la lucha contra la impunidad, pero… intentó condicionarla a su propio plan de autodepuración de militares para la democracia. Así, mientras víctimas y testigos aportaban copiosa información, los militares destruían prueba documental aludida en esos testimonios y maquillaban o demolían centros clandestinos, a la vista y paciencia del comandante en jefe. Del informe final se suprimieron las palabras que señalan a los represores por su nombre y apellido. Sólo los apodos, esos nombres de disfraz.
El Nunca Más es la Biblia sobre la que sucesivas generaciones, desde hace casi veinte años, repiten el juramento: terrorismo de Estado ¡nunca más! Pero… su prólogo consagra una confusión conceptual, madre de diversas contradicciones, tanto éticas como jurídicas, que han jugado en favor de la impunidad. Inspirado parece ser en Dante, Ernesto Sábato presta sus palabras, su prosa de apocalipsis, a la teoría alfonsiniana de los dos demonios y termina equiparando las responsabilidades penales de grupos armados con las del Estado terrorista. Ese Estado, esta Nación -nuestra patria- que recién ahora, en la voz del presidente, terminó con la vergüenza de no haber asumido su responsabilidad sin atenuantes y de no haberse comprometido institucionalmente, y hasta las últimas consecuencias, con la búsqueda de la verdad.
Decir las cosas por su nombre, sin «pero» que valga. Yo llamaría a esto que (nos) está pasando, afianzar la justicia. Lo de Alfonsín antes, mera recitación de un preámbulo.
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