Las familias y las personas especiales

Por Eva Giberti

Los silencios que se gestan y se organizan alrededor de las personas que actualmente se denominan especiales y que históricamente se conocieron como discapacitadas, son múltiples. No se habla de ellas en los congresos dedicados a la educación, a la psicología, a las ciencias sociales en general. Se sabe que esas personas existen, las encontramos por la calle, se intenta proceder de forma «natural» con ellas, pero… abordar los problemas y los conflictos que pueden suscitarse debido a su convivencia familiar y social, suele omitirse. ¿Por qué? Cada quien aportará su propia problemática al respecto, pero convengamos que las prácticas sociales no educan ni orientan a la ciudadanía para reflexionar y actuar en este tema.

Los prejuicios que durante siglos sobrellevaron las personas discapacitadas incluían desde supuestos contactos con el diablo, que habrían tenido quienes las engendraran, hasta maldiciones transmitidas genealógicamente; aquellas maldiciones que, provenientes de personas poderosas, habrían perseguido a determinado linaje a lo largo de las décadas.

El transcurso de los siglos, gracias a la incansable actividad de las propias personas discapacitadas y de sus familias, logró desactivar buena parte de estos prejuicios. Más aún, la actividad cultural, social y particularmente la deportiva lograron que hombres y mujeres con diversas discapacidades ocuparan exitosamente las primeras planas de diarios y revistas. Convertidos en atletas formidables o triunfantes en competencias intelectuales algunos y algunas de ellas vienen mostrando lo que pueden hacer no obstante la disminución de su rendimiento en determinadas áreas.

Otras personas discapacitadas no se «campeonizan», eligen vivir y progresar del mejor modo posible.

Tanto unos como otros atraviesan por uno de los temas prioritariamente silenciados en la sociedad: el derecho de las personas discapacitadas a construir su propia familia, incluyendo las prácticas sexuales que conduzcan a procrear y disfrutar de la propia descendencia.

La primera respuesta que yo escucho cuando avanzo en este planteo, parecería ser parte de una rutina semántica, por lo repetido: «Bueno, está bien, pero no cualquier discapacitado o discapacitada debe tener hijos… Primero hay que saber si su discapacidad será hereditaria y también hay que tener en cuenta que algunas personas discapacitadas no tienen inteligencia suficiente para saber qué deben hacer: no alcanza con que usted defienda su derecho de ejercicio de su sexualidad…».

Entonces, por una parte quienes así responden suponen que quienes mencionamos este tema estamos improvisando y jamás hemos tenido en cuenta la existencia de aquellos genes que conducen a reflexionar antes de descartar determinados efectos hereditarios. Tema que demanda una importante discusión en tiempos del avance de las investigaciones y conflictos respecto del genoma humano.

Por otra parte, esa respuesta que apela a la inteligencia de algunas personas discapacitadas que quizá «no sepan qué deben hacer…» constituye un a priori prejuicioso. Podemos y debemos analizar en cada situación cuáles son las características psicológicas y las posibilidades sociales de las personas discapacitadas acerca de cuya calidad intelectual se tienen dudas, debido a sus imposibilidades o severas dificultades para progresar más allá de su discapacidad, antes de opinar y aun decidir que carece de alternativas para crear una pareja y/o una familia. Pero vamos mal si empezamos por desconfiar de todas sus capacidades y, lo que es más grave, si no nos diésemos cuenta que de ese modo, adhiriendo a un prejuicio, se violan sus derechos humanos; si se silencia el tema y si los prejuicios y las falsas creencias de algunos miembros de la comunidad condenan el derecho al disfrute sexual y a la constitución de una familia de las personas discapacitadas, retrocederemos intelectual y moralmente.


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