Las instituciones de la República

Por Enrique Liberati (*)

En la actualidad, y desde hace aproximadamente 50 años, se viene deteriorando en forma gradual la creencia pública sobre la legitimidad y confianza en las instituciones de la República.

A los fines de esta breve nota, debemos aclarar primero el alcance del concepto «instituciones»: «organizaciones creadas por el hombre para satisfacer sus necesidades de supervivencia y alcanzar sus objetivos de vida».

A través de la historia, en todos los pueblos y en todas las culturas se identifican seis instituciones básicas que son concebidas por el hombre de distinta manera, según la peculiar visión del grupo de pertenencia. Ellas son: la familia, la religión, el gobierno en todas sus manifestaciones de poder, un sistema económico, la educación y las instituciones recreativas. A partir del siglo pasado se agregaron las tecnológicas. Socialmente, el individuo no puede desarrollarse sin la asistencia de esas instituciones aunque, naturalmente, éstas revisten las más variadas formas.

Creemos que el debilitamiento de las instituciones es una característica saliente del momento histórico que vivimos; algunos estudiosos lo atribuyen al pensamiento posmoderno y otros lo explican como una crisis propia de las grandes transformaciones culturales. Sea cual fuere la visión correcta, lo cierto es que los límites éticos se tornan difusos frente a las diversas situaciones que nos ofrece la vida cotidiana. Ello, sin dudas, genera tensiones de todo orden en cada una de las instituciones mencionadas, que generalmente se traducen en comportamientos agresivos o en un estado de anomia o descreimiento en las organizaciones cuya nota saliente son las relaciones de poder. Si la crisis pasa por las relaciones de poder, todas las instituciones padecen dificultades. Pensemos en la familia, la religión, el gobierno, el sistema económico, la educación, las recreativas y las tecnológicas y a priori podremos reconocer que todas manifiestan conflictos. Alguien podría señalar que esto siempre fue así; es posible, pero nunca alcanzó un grado tan elevado de descrédito generalizado. Ahora bien, la universalidad del problema no significa que no podamos intentar hacer algo, al menos en aquellas instituciones en donde sufrimos las mayores humillaciones -nos referimos al gobierno y al sistema económico-.

En publicaciones anteriores hemos señalado las perversidades de la organización económica sustentada por el liberalismo salvaje. Aquí nos ocuparemos de las instituciones de gobierno en el sistema republicano.

 

El poder en las modernas democracias

 

El poder está diseñado para servir al bienestar público. John R. Saul lo destaca en el Diccionario del que Duda: «(…) Los enciclopedistas lo dijeron claramente en el siglo dieciocho: el objetivo de todo gobierno es el bienestar de la sociedad gobernada. Para impedir la anarquía, para aplicar las leyes, para proteger a los ciudadanos, para respaldar a los débiles contra el abuso de los fuertes, era necesario que cada sociedad estableciera autoridades con el poder suficiente para cumplir esos fines». En pocas palabras, hemos resumido la necesidad de contar con los poderes políticos, y cae de su propio peso que no todos los habitantes pueden ejercer el poder, de allí la aparición de los gobiernos que representan al pueblo, o democracia indirecta. Ahora bien, la crisis se instala cuando los representantes, lejos de representar a alguien, protegen sus intereses de clase política, olvidándose del pueblo que los ha elegido.

De allí surge el núcleo de este artículo. Algunos estudiosos de la teoría política y la opinión pública en general piensan que los problemas de representación pasan exclusivamente por la clase dirigente. Acentúan la necesidad de formar líderes en las universidades, con sólidos conocimientos políticos, apegados a los códigos éticos y a las convicciones republicanas. Esto es una fantasía, no es una condición necesaria y menos aún suficiente para cambiar el deplorable estado de cosas que padecemos en nuestra vapuleada democracia. Como si el pueblo o los aparatos políticos tuvieran la posibilidad o la intención, respectivamente, de incorporar líderes académicos. O bien, como si alguna persona honesta y bien intencionada pudiera acceder al poder y luego desempeñarse, durante el período legal, sin condicionamientos del entorno corrupto. Es cierto, debemos aprender a convivir con la corrupción de los estamentos del poder, pero ello no significa renunciar a la lucha por el cambio. Frente a esto aparece la pregunta del millón.

 

¿Qué se puede hacer?

 

Lo primero que debemos desechar es la salida violenta; participación pacífica pero muy activa en todas las cuestiones de gobierno que nos puedan afectar directa o indirectamente a nosotros o a las generaciones futuras. En términos futboleros se puede expresar así: a nuestros dirigentes políticos debemos marcarlos de cerca durante las 24 horas del día para controlar a los generadores de la anomia ciudadana. Deben saber que la única forma de conservar su popularidad e imagen es trabajando por la comunidad en acciones transparentes, sin desviar el dinero del pueblo en propaganda ni en comisiones. A su vez, exigirles la alternancia en el poder en todas las esferas y en las asociaciones profesionales, la eliminación de las listas sábana, libertad para votar -esta última medida propiciaría la intervención positiva del ciudadano sobre la base de la necesidad de los candidatos de convencer al electorado y la supresión de la humillación que implica el voto obligatorio- y cambiar las presunciones jurídicas -son culpables de enriquecimiento ilícito hasta que demuestren lo contrario (si son honestos, esto no los puede preocupar)-.

Por la verdad que sus palabras contienen, considero importante una vez más insistir en el teorema de oportunidad política: «Si la organización de las instituciones públicas es deficitaria, ingenua o injusta y el pueblo no participa, (entonces) los dirigentes tienen allanado el camino hacia el ejercicio del poder hegemónico, su perpetuación y la impunidad para los comportamientos corruptos».

 

(*) Doctor en Derecho


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