Las «mores» y la política

por Héctor Ciapuscio

Especial para «Río Negro»

Alexis de Tocqueville vio la luz en París en 1805, así que este año se cumplen dos siglos de su nacimiento. En 1831 viajó a Estados Unidos y, luego de una permanencia de nueve meses durante la cual hizo un extenso recorrido por su territorio, dio cima a un voluminoso estudio de la vida americana que, publicado bajo el título «La democracia en América», se constituyó en un clásico de la ciencia política y fuente insustituible para conocer las circunstancias sociales e institucionales de ese país en sus primeros tiempos.

Movido por la preocupación del «advenimiento irresistible y universal de la democracia en el mundo», Tocqueville se preguntó cuáles eran las causas del surgir y mantenerse allí de una república democrática con tal solidez y envergadura –un hecho insólito en el orden internacional de comienzos del siglo XIX– y halló que esas causas eran tres. Primero, una situación privilegiada (geográfica, territorial, demográfica, de extensión y riquezas naturales). Segundo, las leyes que se había dado (sistema federal, instituciones municipales, un poder judicial robusto controlando a la democracia). Tercero, los hábitos y las costumbres, el estado moral del pueblo (el tipo de su inmigración, la influencia de la religión sobre toda la sociedad política, la inteligencia práctica de los habitantes, el orgullo de la pertenencia, el tipo de educación que regía las costumbres). De las tres causas, la última era la más importante. No eran tanto la leyes cuanto las costumbres privadas, la moral y los hábitos sociales lo decisivo para el feliz mantenimiento de esa democracia anglo-norteamericana. La América del Sur, contrariamente, a pesar de disponer de todos los dones de la naturaleza –campos fértiles, bosques y ríos, minerales preciosos– en abundancia sin par, alojaba a pueblos miserables que no podían «soportar la democracia». Los factores físicos, decía, no influyen con el peso que se les adjudica en el destino de las naciones, y ésta sería una de las tantas ideas suyas que recogerían casi inmediatamente dos ávidos lectores argentinos, Alberdi en las «Bases» y Sarmiento en el «Facundo», escritos ambos en el exilio chileno.

Algo que venía a sugerir Tocqueville dentro de este encuadre sociológico era que para comprender la política de un país es necesario analizar el ámbito social más amplio que expresan sus costumbres. Así nosotros, para clarificar algo de nuestros problemas argentinos, deberíamos apuntar a la existencia de un sistema «ideacional», constituido por valores, cosmovisiones, hábitos morales e intelectuales, ideas, creencias, normas de comportamiento, actitudes, expectativas y aspiraciones presentes en la sociedad que condicionan el diseño institucional y las actitudes políticas. Y ese sistema, aunque no es inmodificable, puede asumir una negatividad, una rigidez o inercia desproporcionadas, tal como lo muestra la Argentina a través de medio siglo de confrontación o guerra civil enmascarada o explícita. No son, por consiguiente, atribuibles enteramente a los políticos las culpas de nuestros problemas de convivencia e integración democrática, aunque sea de ellos la responsabilidad mayor. Tampoco la repetida frustración de nuestra esperanza de vernos alguna vez nada más que como un buen país, como una sociedad amistosa, de apreciarnos con una identidad que nos enorgullezca. Es cierto que lo que vemos demasiado a menudo dentro de «la clase política» y las estructuras de gobierno no son ejemplos de comportamientos dignos de la República soñada, pero ellos configuran nada más que un rebote de la permisividad moral, del «no me importa», de una indiferencia ética cristalizada en el ambiente que se respira. Ahora mismo estamos sufriendo la presencia obstinada de muchos gobernantes, legisladores y hombres públicos que nos avergüenzan por su baratura, su oportunismo y su incompetencia. Pero, ¿es que acaso no están reflejando a una sociedad confundida e increíblemente resignada ante la mediocridad del medio y el omnipresente populismo desmadrado?

Hay una tarea para los evocados por Tocqueville como «amigos de la democracia». Es la de empujar las cosas para que la gente pueda en verdad «elegir a los más capaces», otra de sus demandas. Se trata de que los buenos ciudadanos se manifiesten y se animen a dar un paso de presencia, a participar y a fortalecer los grupos organizados que han mostrado vocación para forzar a los responsables a que expurguen vicios ciertos de nuestro sistema institucional tales como la financiación de los partidos, las listas sábana, las representaciones y los pactos espurios, el uso de los fondos públicos y las artimañas de políticos repetidos.

Estos fueron los fines legítimos que en el período álgido de la crisis reciente sacaron de sus hogares a muchos argentinos en procura de que se limpiaran los establos y se renovaran estructuras perniciosas para la regeneración de las conductas y los hábitos sociales, de esas «mores» negativas que condicionan la política según el magisterio del lúcido pensador de «La democracia en América».


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