Las políticas culturales y el museo Gregorio Alvarez
Por Raúl Aranda
En un museo no sólo se guardan elementos inertes del patrimonio histórico, porque si ello ocurriera bastaría con un galpón. Un museo tiene que ver con el pasado, con la memoria y también con el presente de un pueblo. Después de la experiencia que tuvo nuestra sociedad durante los años '70 y '80 el tema de la memoria no es una cuestión menor en el proceso de construcción de las identidades de nuestros pueblos.
Los museos tuvieron un papel fundamental en la construcción de las nacionalidades decimonónicas y han actuado como organizadores y unificadores de materiales de los imaginarios colectivos. Sirvieron de herramienta para la incorporación de valores por parte del conjunto de la sociedad, aunque también para instalar las ideologías de las élites.
Hoy los museos, amparados en propuestas más progresistas, tratan de mostrar «el todo», o sea, los imaginarios de todos los grupos sociales, sin ocultar los conflictos; por el contrario, los desarrollan y los ponen a la vista.
Los museos tratan de mostrarle al visitante cómo es una sociedad, sus costumbres, su pasado, en fin, hacer una síntesis de la identidad de un pueblo. Buscan mostrar el «cómo somos» al turista y el pasado al recién llegado al lugar, así como fortalecer la relación memoria-espacio de los hijos de esta tierra.
Un museo histórico para una comunidad es más que una necesidad: es una de las herramientas que le permiten construir el futuro sin olvidar el pasado, frase esta última que suele estar en más de un discurso político. Una sociedad no se puede dar el lujo de no tener museo o de tenerlo cerrado tan sólo un minuto, porque ello implicaría el olvido.
Y en este sentido es importante reflexionar. La ciudad cumplió sus cien años sin museo histórico, lo que es decir sin historia… sin memoria. El único museo abierto fue el denominado «Paraje Confluencia», el que más que mostrar el pasado de la ciudad se abocaba a una muestra de colectividades, importante pero no el fundamento de lo que se estaba viviendo.
Los fundadores pasaron tangencialmente por los discursos, y en semejante derroche de presupuesto la casa de uno de los principales hacedores de la ciudad, Eduardo Talero, sigue esperando ser restaurada.
A su vez, sobre las cenizas de la antigua área centro apareció la opulencia del arte universal plasmada en un museo que se yergue airoso en una ciudad que es portadora de la mayor cantidad de pobres de la Patagonia. En términos de política cultural no es difícil darse cuenta de que todas las fichas fueron puestas allí. No obstante, a partir de tan importante fecha la sociedad puede contemplar las mejores obras del arte nacional y universal.
Esto no se trata de un análisis localista. Las recomendaciones de la UNESCO son contundentes en este sentido cuando se refieren a la importancia de trazar políticas culturales que defiendan y promuevan el patrimonio, las culturas marginadas y las identidades locales. Este artículo no pretende criticar a ningún funcionario en especial ni ser crítico de una obra monumental como lo es el Museo Nacional de Bellas Artes, pero sí llamar la atención sobre el notable abandono de los museos históricos y del patrimonio tangible e intangible de la ciudad a partir de su aparición.
Con algunas excepciones, las políticas culturales por lo general tuvieron un gran desinterés por el pasado, por el patrimonio cultural, por la participación social y la identidad de nuestra ciudad. ¡Hagamos memoria! Con posterioridad al proceso militar que derribó la histórica Escuela Nº 2, el gobierno de Felipe Sapag mandó a destruir el área centro histórico (complejo de viviendas del FF. CC.). Sólo se salvó el galpón de máquinas (el actual museo Gregorio Alvarez), gracias a la movilización de un importante grupo de vecinos. El gobernador Sapag, junto al entonces intendente Sobisch, inauguró el museo «Gregorio Alvarez», pero cuando el último fue gobernador lo bajó de rango y el museo pasó a depender del municipio. En su segunda gobernación autorizó al municipio a mover el patrimonio del museo (propiedad de la provincia) para que se instalara allí el MNBA. Hoy, a seis meses de contar éste con su propio edificio, aquel permanece cerrado.
Como se dijo, el municipio destina todos sus esfuerzos presupuestarios al MNBA, dejando reducida la historia d la ciudad y la provincia en las salas del museo «Paraje Confluencia».
Me permito realizar ahora las preguntas que se hace la UNESCO. ¿Cuál será el destino de las culturas locales, regionales y nacionales en una etapa de globalización? ¿Lo global se convertirá en sustituto de lo local y esto llevará necesariamente a la homogeneización cultural? ¿El modo liberal de globalización será el único posible?
Alguien podrá decir, entonces, que el MNBA no es una herramienta de la globalización y que, por el contrario, nos permite disfrutar, conocer y admirar, aquí, en nuestro lugar, las mejores obras del arte nacional y universal, siendo ésta la manera de elevar la cultura local.
La pregunta siguiente entonces es: ¿podrá un cuadro del más afamado pintor del mundo superar el significado ancestral de una pieza artesanal mapuche, síntesis de más de 10.000 años de cultura? Hoy por hoy ésta no tiene un lugar en el MNBA porque en teoría ése no es su sitio, pero tampoco lo halla en un museo histórico, aunque hilando fino tampoco éste es su lugar porque la pieza es actual.
Los extremos permiten la reflexión. Es cierto que en el MNBA existen expresiones del arte nacional que bien podrían extenderse a lo local. Pero al entenderse éste desde la historia del arte universal, en términos de políticas culturales el MNBA ha terminado instalando un imaginario global.
¿El modo liberal es el único posible? Era ésta la última pregunta de la UNESCO. Podríamos a su vez interrogarnos: ¿cómo se manifiesta el modo liberal de una política cultural? Se entiende como tal aquella que busca sólo la excelencia del arte creando espacios para contemplar e instituciones para formar individualidades. Por lo general prestigia lo universal por sobre lo local, se desinteresa del patrimonio cultural y del pasado y, por ende, no busca fortalecer la identidad social de la comunidad toda. Con el neoliberalismo aparecen las industrias culturales que superan todas las barreras y arrasan con las identidades locales en pos de una homogeneización globalizada de la cultura. Esta es la munición cultural con la que el poder mundial pretende avanzar sobre países pobres de la periferia.
Frente a esta postura aparecen las políticas culturales que promueven la participación social y la organización de la comunidad. Si bien se interesan por la excelencia estética, les preocupa más el que «todos hagan». Potencian las identidades y, sobre todo, al portador de esa identidad: el hombre, la familia, su lugar. Buscan poner en valor el patrimonio y los lugares históricos. Generan espacios de muestra y comercialización para artesanos, ponen la industria cultural y su infraestructura al servicio de los músicos y artistas populares. En fin, se trata de políticas culturales que no buscan que unos pocos bailen sino que el pueblo lo haga, que no lleva el espectáculo al barrio sino que el barrio hace el espectáculo. Es muy posible que desde aquella mirada se acuse a ésta de populista, así como desde ésta se ve a aquélla como elitista, felizmente éste es el centro del debate sobre el que todos deberíamos reflexionar y a lo mejor construir algo nuevo.
Volviendo al tema de los museos, me permito recordar las recomendaciones del ICOM, organismo al que la UNESCO le encargó el tema: «…se entiende a éste (el museo) como una institución permanente sin fines lucrativos, al servicio de la sociedad y de su desarrollo, abierta al público y que efectúa investigaciones sobre los testimonios materiales del ser humano y de su medio ambiente, los cuales adquiere, conserva, comunica y exhibe con propósitos de estudio, educación y deleite.
El saber del arte, el disfrute estético, tiene tanto significado como el reconocerse, el saber que existimos, que fuimos, que tenemos un pasado y una identidad. Saber que existieron antepasados que hicieron, que construyeron y que también destruyeron. Significa reconocer nuestro imaginario junto y hasta contrapuesto al ajeno, y esto último creo que es muy bueno.
En las paredes del cementerio local hay carteles con el siguiente texto: «Aquí descansan quienes nos precedieron en el camino de la vida, es un lugar respetable, por favor no fije carteles ni escriba leyendas». Por ello, en respeto a quienes nos precedieron, pensemos en políticas culturales que no borren su memoria ni tapen su rastro…
(*) Investigador y profesor de folclore;
máster en Animación Sociocultural y Educación Social
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