Las tortas fritas de don Mario, infaltables en la 22
Siempre eligió “entre lo que había”
No hay otras que las igualen, dicen los que saben. Y debe ser cierto, porque de lunes a lunes él y su mujer Antonia amasan y amasan y al fin del día, por suerte, no les queda nada en el canasto.
Se levanta de madrugada, cocina temprano y llueva o truene, con frío o con calor, Mario Fernández (63) sale día tras día a ganarse el pan en un recoveco donde se unen la Ruta 6 y la Ruta 22. Ya todo el mundo sabe que el hombre, acompañado por un cartel que dispara el antojo, allí los espera con las tortas todavía tibias.
Llega en una moto prestada hasta el lugar, le ‘manguea’ unos palitos al productor que le da permiso para vender en la entrada de su chacra, se hace un fueguito y ahí se queda hasta que los automovilistas le sacan la última torta frita de sus manos. Sin chistar.
Sabe que quizá este no sea el oficio del siglo, ni se va a hacer millonario, pero no le importa. También es cierto que quizá no tuvo las mejores oportunidades que puede dar la vida, pero siempre pudo elegir “entre lo que había”, dice y lo destaca. Y la venta en las calles, la libertad de no conocer patrones y conocer “gente buena” siempre marcó su GPS interior. “Trabajé en algunas chacras, hice otros trabajitos… pero no, me quedo con esto. Con lo que gano me alcanza para vivir. Para atender a mi familia, así que estoy contento”.
De hecho, supo ser uno de los primeros heladeros de la ciudad, y recuerda todavía a decenas de chiquitos corriendo detrás de su bicicleta, hace añares. “Pedaleando a J. J. Gómez, Chacra Monte, Paso Córdoba… ¡por dónde no andaba!”, recuerda Mario, bajito, de piel curtida y manos gruesas.
“Me recorría toda la zona en bici y antes en un triciclo de tres ruedas donde dábamos el helado en cucurucho. Los chicos siempre atrás… ¡Ya hace 46 años estoy en la calle vendiendo! Y nunca, gracias a Dios, tuve problemas con nadie”.
Lamenta no haber podido estudiar, pero también sabe que nunca es tarde. Se lo dice a sí mismo y se lo dejó claro a cada uno de sus nueve hijos. “Yo trabajo y todos ellos pudieron estudiar, saben que si no no van a llegar a nada. Yo no sé leer ni escribir y siempre alguno te puede joder, pero bueno… quizá algún día”, sonríe y vende.
No hay otras que las igualen, dicen los que saben. Y debe ser cierto, porque de lunes a lunes él y su mujer Antonia amasan y amasan y al fin del día, por suerte, no les queda nada en el canasto.
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