Legalidad y exclusión

Por Alicia Miller amiller@rionegro.com.ar

El jurista argentino Alberto Binder describió en su ensayo «La lucha por la legalidad en una sociedad desigual» las dificultades que supone creer en la ley en América Latina.

La «ley», en cuanto estado de legalidad, es sinónimo de cosa seria pero aburrida, una buena costumbre de algunos pero que no afecta en nada a la sociedad en general, y que genera más sorna que respeto.

Para Binder, la ley ha perdido fuerza ante la existencia de una virtual «impunidad estructural».

«Vivimos en una sociedad donde el incumplimiento sistemático de la ley se oculta tras una cortina de normatividad profusa», expresa al describir lo que a su juicio conforma «un orden normativo «gaseoso»,» que sirve en realidad de fachada para una sociedad de privilegios y desigualdades.

Nada mejor que una crisis económica y financiera generalizada y gravísima como la que viven hoy el país y -aquí, más cerca- la provincia de Río Negro, para advertir la indisoluble relación entre este quebranto y aquella «maldita» y añeja costumbre de volvernos insensibles a la ilegalidad pequeña o grande, suponiendo que, en definitiva, hacerlo no irá en perjuicio individual sino en beneficio directo.

Para infinidad de empresarios, dirigentes políticos, sindicalistas, liquidadores de impuestos e integrantes de sectores tan diversos como trabajadores, desocupados, profesionales o artistas -sólo por nombrar algunos-, encontrar el resquicio para «colarse» a las normas ha pasado a ser una carrera de obstáculos con menos adrenalina que una serie televisiva.

Ahora, el país que se creía «piola» se ganó el título de «chanta», que es lo mismo, aunque con una valoración subjetiva diferente. Del mismo modo, la provincia carga el dudoso lauro de ser la más endeudada en relación con sus recursos. La más «piola».

¿Demasiado tarde? Al menos no sería inútil si de todo esto extrajéramos alguna enseñanza.

Si aprendiéramos a defender la legalidad en lugar de vivar, como años atrás, a quienes prometían espejitos de colores haciéndole una gambeta o modificando la Constitución y otras normas igualmente «molestas», es probable que Río Negro fuera hoy bastante menos pobre.

El mismo jurista Binder, analista mordaz de la sociedad, que no elude los efectos culturales y económicos de las costumbres políticas, se explaya en las consecuencias de fragmentación social que producen las crisis, al actuar como una suerte de «efecto peste».

Ante el temor a una amenaza real o ficticia, pero grave, los grupos suelen abroquelarse en defensa de su situación, hasta desdibujar los componentes unificadores.

Una sociedad en crisis, con grandes sectores de excluidos y otros tantos con posibilidad de sumárseles de la noche a la mañana, pierde la capacidad de imaginar un futuro común. La única planificación posible suele ser la inmediata autosalvación, al precio que fuere.

Y, si admitimos que a generar la crisis actual contribuyó el laxo concepto de legalidad de dirigentes políticos, votantes, síndicos, administradores, dirigentes gremiales, periodistas, directivos, jueces, fiscales y demás participantes del conjunto social, ¿qué podríamos esperar de todos estos sectores tratando de asir una tabla salvadora en medio de lo que viven como un naufragio de difícil pronóstico?

Esta semana, los policías rionegrinos -temerosos de caer debajo de una línea de subsistencia que amenaza con asfixiar a sus familias- usaron un método de reclamo poco convencional: dejaron de prestar servicios.

El conflicto fue uno más en la serie en la que se enrolaban desde antes los hospitales, los docentes, los administrativos, los judiciales, los jueces, los productores frutícolas, los desocupados, los obreros de la construcción, los jubilados, los docentes y estudiantes universitarios, por no hablar de las quejas menos ruidosas de proveedores y prestadores de servicios, que pugnan por cobrarle al Estado lo que les debe.

El gobierno rionegrino, más cansado que convencido, cedió a los reclamos de los uniformados, lo que destrabó la situación, con el consiguiente alivio de los reclamantes, del propio gobierno y del resto de la sociedad, que vio menguado su temor al subsector de ilegales que ronda sus techos y autos, al volver los policías a sus tareas.

Los productores, sin tanta suerte ni posibilidad de ejercer una presión comparable, regresaron a sus chacras.

Jueces, docentes, judiciales, empresarios, tomarán la lección llevando su reclamo a la máxima tensión, independientemente de la razón o legalidad que les asista. En fin, cada sector seguirá buscando asirse a su tabla, lo que incluye -claro- al propio gobierno en tanto equipo político de la Alianza, que tratará de mantener la actual anormalidad por sobre la línea de flotación para seguir bogando en las urnas.


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