Libertad de prensa, libertad de expresión

Qué parecido suenan estas expresiones y qué diferentes son! ¡Qué fácil es confundir a la gente!No hay duda de que hay libertad de expresión: cualquiera puede decir lo que quiera. La libertad de prensa es otra cosa: cualquiera puede escribir lo que quiera pero publicar lo que los dueños de los medios le permitan. Si no, veremos. Las organizaciones como la SIP y Adepa defienden la libertad de prensa, lo que es fundamental para la democracia aunque no quiere decir, necesariamente, que defiendan la libertad de expresión –que es igualmente fundamental para la democracia–. Esta diferencia no es trivial: son los que logran que se imprima lo que piensan que definen lo que los ciudadanos (y los que no lo son) saben o creen saber. Hasta llegan a definir nuevamente qué es la libertad de expresión. Establecida la necesidad democrática de distinguir entre aquellos dos conceptos, quisiera pasar a su aplicación práctica. La tendencia a la monopolización es una característica de toda la economía contemporánea. Uno ve a diario cómo las mayores empresas del globo –desde fábricas de automotores hasta aerolíneas y desde supermercados hasta bancos– se fusionan para sobrevivir, alejándose cada vez en forma más estridente del ideal capitalista clásico, basado en la competencia como reguladora de la oferta y la demanda. La demanda es cada vez más prisionera de la oferta. Y la prensa no escapa a esta generalización, pero hace mucho que sus ideas –las de la economía clásica– han dejado de tener vigencia. El neoliberalismo deja todo a merced del mercado, haciéndonos creer que ese mercado establece los precios más justos por la libertad de la oferta y la demanda –como en el mercado de la aldea donde muchos oferentes se enfrentaban a muchos clientes para fijar el precio de los melones–. Pero eso es, sencillamente, mentira. Por eso un personaje como Mario Bunge acaba de declarar que cree que la economía es la más peligrosa de las seudociencias. La cartelización es el acuerdo entre empresas competidoras –una contradicción en los términos pero una realidad en la práctica–. Su extremo es la fusión, a la que no escapan los bancos, las líneas aéreas ni los medios de difusión masiva en tanto empresas. Los ingleses luchan para evitar que el australiano Rupert Murdoch –propietario de 94 diarios australianos– llegue a ser el dueño de casi toda la prensa británica; en la Argentina, hasta la entrada en vigor de la nueva ley de Medios la monopolización era aún más extensa, porque una legislación menemista había autorizado lo que antes estaba expresamente prohibido: una misma empresa podía ser dueña de todos los medios de comunicación de cualquier localidad –esto incluye a medios audiovisuales, además de los gráficos–. Un monopolio (o, siendo más suaves, un oligopolio) mediático es, políticamente, especialmente grave: uno económico “sólo” perjudica el bolsillo de la gente; uno mediático les muestra una visión del mundo que rara vez es “objetiva” –si tal cosa existe– sino que necesariamente “forma informando”: está teñida del color de los anteojos del dueño del medio, sea el Estado o una empresa privada, que además está a su vez presionada por los avisadores, los que incluyen el Estado mismo. Así es como se eligen los títulos y subtítulos y hasta el número par o impar de la página que trae cualquier noticia modulada hasta por el tamaño del espacio que se le dedica. Así fue como casi todos los medios (éste es una de las muy honrosas excepciones) fueron cómplices de la dictadura, aunque son un enemigo poderoso, como lo demuestra la actual guerra entre algunos medios y el gobierno. Se exageran ciertos hechos y se ocultan otros, de tal modo que el lector realmente adquiere una visión muy sesgada de lo que pasa. Lo mismo sucede en la televisión, donde la mayoría de los programas alimenta la morbosidad, la violencia y el mal gusto en vez de servir de maravillosos portadores de cultura y buen gusto. “La gente mira eso” es siempre la excusa. La gente mira eso porque eso es lo que se ha enseñado a mirar. Y la publicidad les pinta un mundo de ricos que jamás alcanzarán, pero alimenta anhelos que van directamente en contra de la única manera de salir de la pobreza, que no son las dádivas del gobierno de turno sino la solidaridad, permanentemente saboteada. (*) Físico y químico

tomás buch (*)


Qué parecido suenan estas expresiones y qué diferentes son! ¡Qué fácil es confundir a la gente!No hay duda de que hay libertad de expresión: cualquiera puede decir lo que quiera. La libertad de prensa es otra cosa: cualquiera puede escribir lo que quiera pero publicar lo que los dueños de los medios le permitan. Si no, veremos. Las organizaciones como la SIP y Adepa defienden la libertad de prensa, lo que es fundamental para la democracia aunque no quiere decir, necesariamente, que defiendan la libertad de expresión –que es igualmente fundamental para la democracia–. Esta diferencia no es trivial: son los que logran que se imprima lo que piensan que definen lo que los ciudadanos (y los que no lo son) saben o creen saber. Hasta llegan a definir nuevamente qué es la libertad de expresión. Establecida la necesidad democrática de distinguir entre aquellos dos conceptos, quisiera pasar a su aplicación práctica. La tendencia a la monopolización es una característica de toda la economía contemporánea. Uno ve a diario cómo las mayores empresas del globo –desde fábricas de automotores hasta aerolíneas y desde supermercados hasta bancos– se fusionan para sobrevivir, alejándose cada vez en forma más estridente del ideal capitalista clásico, basado en la competencia como reguladora de la oferta y la demanda. La demanda es cada vez más prisionera de la oferta. Y la prensa no escapa a esta generalización, pero hace mucho que sus ideas –las de la economía clásica– han dejado de tener vigencia. El neoliberalismo deja todo a merced del mercado, haciéndonos creer que ese mercado establece los precios más justos por la libertad de la oferta y la demanda –como en el mercado de la aldea donde muchos oferentes se enfrentaban a muchos clientes para fijar el precio de los melones–. Pero eso es, sencillamente, mentira. Por eso un personaje como Mario Bunge acaba de declarar que cree que la economía es la más peligrosa de las seudociencias. La cartelización es el acuerdo entre empresas competidoras –una contradicción en los términos pero una realidad en la práctica–. Su extremo es la fusión, a la que no escapan los bancos, las líneas aéreas ni los medios de difusión masiva en tanto empresas. Los ingleses luchan para evitar que el australiano Rupert Murdoch –propietario de 94 diarios australianos– llegue a ser el dueño de casi toda la prensa británica; en la Argentina, hasta la entrada en vigor de la nueva ley de Medios la monopolización era aún más extensa, porque una legislación menemista había autorizado lo que antes estaba expresamente prohibido: una misma empresa podía ser dueña de todos los medios de comunicación de cualquier localidad –esto incluye a medios audiovisuales, además de los gráficos–. Un monopolio (o, siendo más suaves, un oligopolio) mediático es, políticamente, especialmente grave: uno económico “sólo” perjudica el bolsillo de la gente; uno mediático les muestra una visión del mundo que rara vez es “objetiva” –si tal cosa existe– sino que necesariamente “forma informando”: está teñida del color de los anteojos del dueño del medio, sea el Estado o una empresa privada, que además está a su vez presionada por los avisadores, los que incluyen el Estado mismo. Así es como se eligen los títulos y subtítulos y hasta el número par o impar de la página que trae cualquier noticia modulada hasta por el tamaño del espacio que se le dedica. Así fue como casi todos los medios (éste es una de las muy honrosas excepciones) fueron cómplices de la dictadura, aunque son un enemigo poderoso, como lo demuestra la actual guerra entre algunos medios y el gobierno. Se exageran ciertos hechos y se ocultan otros, de tal modo que el lector realmente adquiere una visión muy sesgada de lo que pasa. Lo mismo sucede en la televisión, donde la mayoría de los programas alimenta la morbosidad, la violencia y el mal gusto en vez de servir de maravillosos portadores de cultura y buen gusto. “La gente mira eso” es siempre la excusa. La gente mira eso porque eso es lo que se ha enseñado a mirar. Y la publicidad les pinta un mundo de ricos que jamás alcanzarán, pero alimenta anhelos que van directamente en contra de la única manera de salir de la pobreza, que no son las dádivas del gobierno de turno sino la solidaridad, permanentemente saboteada. (*) Físico y químico

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