Libros vs. el mundo

MARÍA EMILIA SALTO

bebasalto@hotmail.com

No sé si ésta es «la batalla final», pero así aparece planteado en cuanto debate asisto o accedo. El libro se está perdiendo, claman en tono apocalíptico los unos. El libro jamás será sustituido por nada, aseguran los otros, y a los de más allá, imbuidos del control televisivo, sumergidos en las cada vez más interesantes variantes que presenta el ciberespacio, esta polémica ni les va ni les viene.

En pleno avance arrollador de los medios electrónicos, aparece, como para burlarse un rato, Harry Potter; y la juventud, la adolescencia, la niñez -esa masa tan preciada como inasible tanto para políticos como para cualquiera que haya cruzado ese umbral etáreo- hace cola en las librerías esperando acceder a la última edición del mago. No es la única presencia masiva del libro. En la permanente transformación de los medios escritos en un terreno tan competitivo, las ediciones a precios accesibles que los acompañan demuestran que es muy riesgoso jugar al blanco o negro.

De todos modos, es indudable que los fenómenos editoriales empalidecen frente al tsunami electrónico, y me pregunto, como parte de una generación que fue formada con tapas y hojas y ahora convive con la tecnología audiovisual interactiva, si las predicciones apocalípticas, respecto de un futuro de idiotizados, no deberían revisarse un poquito.

El paroxismo de esta visión es «Fahrenheit 451», la formidable distopía de Ray Bradbury, donde en un futuro cercano los libros se queman a esa temperatura, por considerarlos peligrosos, y un grupo de subversivos aprende de memoria textos y los transmite a otros y así… Es probable que tuviera en mente la fogata de los nazis, o el Index de la Iglesia Católica, y quizás atisbara la llegada censuradora del papa Ratzinger.

Cuando mi parte libresca tiembla frente a estas imágenes terribles, y comprueba lo que les cuesta leer un simple cuento a miles de estudiantes secundarios, estoy a punto de suscribir al batallón de lectores-escritores. Es entonces que se me aparece el encanto de David Duchovny, el agente Mulder de «Expedientes X» y ya estoy en el otro bando y evoco películas maravillosas, como la que me recomendó mi sobrino Pablo y que se llama «Las invasiones bárbaras» y que yo también recomiendo a usted, y series que me hacen morir de risa, o documentales y entrevistas a escritores y otros artistas que jamás hubiera tenido acceso si no fuera por la caja boba que no resultó tan boba, al fin y al cabo; y qué puedo decirle de apretar unas teclas y tener acceso a las pinturas de Joan Miró y….

Claro, usted dirá: no es lo mismo que estar frente a una obra de Miró en cualquier museo que se precie. Y yo le digo que según sé, tales obras y todas las de los y las grandes artistas del mundo, están a un abismo del admirador, por detalles como vallas, rayos láser, vidrios polarizados y cuanto artilugio heredamos del siglo XX, por lo cual, yo desde mi pantalla y usted frente al original, pongamos, de » La Piedad » de Miguel Angel, nos quedaremos con la devoradora necesidad de tocar ese milagro nacarado frustrada por la distancia, que para el caso suyo en Italia o yo en Neuquén, es la misma, ¿verdad? Le juro, a veces entiendo, y muy bien, a esa gente que se apropia de obras de arte para sí mismos y las disfruta como deseamos democráticamente millones de seres humanos.

Quizás estamos ya en el final de la batalla, que como toda épica, depende de quién la interprete. Quizás no hay perdedores ni ganadores netos. Quizás cruzamos el umbral de un mundo sin dominantes absolutos, sino de coexistencias múltiples lo cual, claro, es un poco más comprometido que jugar al blanco o negro.

Como dicen mis amigos del canal Infinito: ¡Abre tu mente!


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