«Llega un momento en la vida en que los placeres ya te eligen a ti»

Uno de los grandes de la literatura española actual.

El rostro de Manuel Vicent es un enigma. Serán acaso sus amigos los privilegiados con una mejor perspectiva. Pero el resto de la humanidad debe conformarse con un atisbo de sus ojos azules, y la descripción caprichosa del color de su piel bronceada que nos dejan fotografías de medio cuerpo.

Trazos de su perfil indiferente, fondos saturados de un azul eterno, no obtendremos gran cosa de la mirada de Vicent en esas entrevistas que intentan develarlo como artista y como hombre. Para su suerte, para la de todos, Manuel es un acertijo que se aprende en la lectura de sus libros y artículos que publica en el diario «El País» cada semana.

Ha dejado miles de frases en el aire, fuera del marco intrincado de la literatura, que podrían ser el pretexto de una novela o de relatos profundos y apasionantes. Ha dicho entre trago y trago de café, por ejemplo, que «el universo no es otra cosa que los 200 metros a nuestro alrededor». ¿Les sugiere algo la idea? Y también que «la historia universal es lo que pueda sucederte dentro de una hora». Así es Vicent, o eso es lo que sabemos de él y lo que él sabe de sí mismo y de la geografía que lo inspira: el Mediterráneo. La línea delicada que desmenuza y nos explica a gusto desde distintos ángulos. Sus respuestas tienen la constancia de las mareas, iguales y diferentes en cada arremetida. Son respuestas construidas para encajar en el maravilloso acto de la vida, aunque hable de la finitud.

«La muerte es una bahía azul», le responde a «Río Negro» en una entrevista que ha hecho posible el ingenio, las ganas y la tecnología (el e-mail es una herramienta posible y muy expeditiva para que dos personas o más se encuentren. Ha sido el caso.)

Podría decirse algo parecido de la vejez. Otra bahía azul. También de la juventud y, por qué no, del amor. Bahías azules sobre las que navegaremos todos a nuestro debido tiempo. Ya nos llegará el turno de cada pasión. La muerte incluida. «Mi posesión literaria está en el asfalto de Madrid y en el paisaje mediterráneo», contestó hace un par de años a la prensa española.

Su última novela «Son de mar», premio Alfaguara 1999, es una muestra exquisita de este arte. Una historia contada con palabras simples que ya algunos se apuraron a emparentar con el realismo mágico. Pero otro es el puerto de Vicent. Y queda muy lejos de la epopeya literaria de Gabriel García Márquez, donde el amor es parte de la geografía narrativa. En la obra de Vicent el amor es la única geografía, pura y poderosa. El amor, como el argumento definitivo para hacer que la muerte se pierda en el telón del fondo.

Un sábado por la tarde, a eso de las cinco, Manuel Vicent, el periodista, el más importante escritor de España de este tiempo junto a Arturo Pérez Reverte, contestó las preguntas que titilaban en la carpeta de mensajes de su correo electrónico.

-¿Cuál es su relación con el placer? ¿Es la misma que cuando tenía, por ejemplo, 30 ó 40 años?

– Llega un momento en la vida en que los placeres ya te eligen a ti. Cada edad tiene sus cartas que jugar. Los placeres se van volviendo sencillos a medida que uno adquiere el sentido de sus límites. Ahora encuentro un verdadero placer en sentirme vivo, en tener una conciencia próxima de las cosas, en sorprenderme de que todavía me sorprende la vida cada día al levantarme. La amistad, el aroma del café, la intensidad de una mirada, una página bien escrita, el atardecer con un martini en la mano, una conversación agradable.

Un 22 de octubre de 1995 «El País» publicó: «Realmente uno muere cuando ya no comprende nada y eso suele suceder mucho antes de que alma abandone el cuerpo. Hay síntomas graves. Muchos de aquellos países pintados cada uno de un color en los mapas de la escuela han desaparecido. Tienen otras fronteras, otros nombres. Si te niegas a aprender la nueva geografía que todos los años engendran guerras, ya estás muerto. El cuerpo de aquella mujer que amaste tanto tenía varios lunares estratégicos; si en el sueño ya no recuerdas dónde estaban ni cuántos eran, ya estás muerto».

-¿Y su relación con el miedo? ¿Le teme a la muerte? ¿Le teme al día a día?

– No temo a la muerte que puede ser una bahía azul maravillosa. Temo a la enfermedad, a lo obsceno de la vejez que es convertirte en una caricatura de ti mismo. Temo molestar a los demás. No soy una persona temerosa al día a día. Me parece que la luz del día está hecha para la inteligencia y la oscuridad para los sueños.

-¿Habría sido navegante, aventurero, trotamundo de poder elegir? Tal vez lo ha sido y no lo sabemos.

-Tengo un barco y navego, aunque no me siento Conrad ni el capitán Ahab. Por otra parte, considero que se puede ser un gran aventurero sin salir de la habitación. Todos los grandes trotamundos acaban por ser cojos y encontrarse a sí mismos en la sala de estar viendo la televisión.

«Ante la literatura, yo me planteo escribir cosas que sé, y sólo tengo dos posesiones: el asfalto de Madrid y las impresiones de mi infancia y adolescencia mediterráneas. Son las dos cosas que he sentido. Ir a un lugar extraño a documentarme y luego ponerme a escribir, se me hace raro, me faltaría esa emulsión personal», dijo hace un tiempo. En eso se explica su respuesta sobre el tema. Manuel es un hombre de aromas y sensaciones. De esas que se quedan en la piel con los años. A mediados de los 90, el diario «El País» le pidió escribir crónicas urbanas sobre Madrid. Son, junto con las magistrales crónicas de verano de Feliciano Fidalgo, las más logradas que se hayan publicado en español en esa década.

-¿La geografía mediterránea influye sobre su obra?

-Yo sólo puedo escribir de lo que conozco, siento, como, acaricio, huelo, amo.

-¿No podría escribir una novela en Islandia?

-En Islandia no tengo nada que hacer.

– En Nueva York están poblando de vacas Manhattan. ¿Alguna idea para una ciudad española?

-Nada. Ya hay demasiados ángeles y demonios en cualquier ciudad del mundo.

«Son de mar» es básicamente una historia de amor y de pasión, cuando estos dos elementos se conjugan por un tiempo largo. Raro acontecimiento. Tiene un misterio cuasi policial en sus inicios, pero Vicent ha aclarado que su obra es un «análisis acerca de si el amor de una mujer puede resucitar a un náufrago».

-¿Se conforma el corazón de los humanos con un amor? ¿Cree que podría amar a más de una mujer?

– No podría. El amor es exclusivo, excluyente, obsesivo, egoísta. No puede ser simultáneo. Otra cosa es la amistad sexual que es una conquista de la modernidad. Si se considera a una mujer como un puerto, entonces todo es posible.

-¿Qué escribe por estos días?

-Estoy terminando una novela que se titula «La novia de Matisse», la publicará Alfaguara en este otoño.

-Leí en un artículo suyo acerca del placer, los eventos, por pequeños que sean, que gratifican la vida de las personas. ¿Qué cosas le gratifican?

-Me gratifican mis amigos. Podría vivir en cualquier parte del mundo donde estuvieran mis amigos. Me mortifica el fanatismo.

Es tarde, han pasado varios días de las frases electrónicas de Vicent. Fiesta de amigos en casa. La madrugada está a punto de cocción, uno que otro compañero de velada siente que ha bebido más de la cuenta. Es tiempo de poemas y relatos antes del último beso de las buenas noches.

De pronto alguien se levanta y lee. Por unos minutos olvidamos el drama cotidiano para recordar de qué se trata esto de vivir y de por qué somos lo que somos. «Será por eso que nadie quiere morirse, porque al final de la vida contemplar la salida del sol un día más tiene que ser un placer tan fuerte como el que te proporcionó el primer beso de aquella niña….»

Claudio Andrade


El rostro de Manuel Vicent es un enigma. Serán acaso sus amigos los privilegiados con una mejor perspectiva. Pero el resto de la humanidad debe conformarse con un atisbo de sus ojos azules, y la descripción caprichosa del color de su piel bronceada que nos dejan fotografías de medio cuerpo.

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