Lo que engendró Perón

l general Juan Domingo Perón nunca logró disciplinar a sus propias criaturas. Desde el día en que nacieron, tuvo que soportar sus berrinches y sus travesuras sanguinarias tratando de tranquilizarlas con regalos costosos y promesas de que pronto habría muchos más. Al multiplicarse su familia pendenciera, adquirió la costumbre de aprovechar las peleas entre los hermanos asegurando a todos por separado que disfrutaron de su aprobación, una estrategia que quienes lo idolatraban era evidencia de su sabiduría sobrehumana, pero que en verdad reflejaba la conciencia de que si procurara mantener el orden fracasaría de forma humillante. Parecería que no le preocupaba la propensión a la violencia de sus seguidores. Como dijo en una ocasión: «Los peronistas son como los gatos, cuando se pelean es porque se están reproduciendo».

El peronismo debe su proliferación y el poder casi hegemónico resultante a su carácter inclusivo. Lo único que exige a los partidarios es que de vez en cuando nos informen que creen que Perón fue un estadista fuera de serie, un visionario equiparable con Nostradamus, el fundador de un movimiento que ofrece al género humano la solución para todos sus muchos problemas. Les motiva orgullo que los europeos y norteamericanos nunca han sabido muy bien de qué se trata, aunque la razón por la que el peronismo les es incomprensible consiste en que no hay mucho para comprender.

Puesto que por principio los jefes peronistas desprecian la noción de que sea necesario respetar ciertas normas, se resisten a exigir a sus adherentes mucho más que algunas manifestaciones de «lealtad» y nunca expulsan a nadie, a través de los años el movimiento ha atraído a hordas variopintas de iluminados barriales, oportunistas, corruptos y matones, mientras que ha repelido a quienes preferirían no tener que codearse con tales especímenes. Aunque hay algunos peronistas que no caben en dichas categorías ya que, como nos aseguran, militan en el movimiento porque representa «el pueblo» y de todos modos es el único que está en condiciones de gobernar, la necesidad constante de defender lo indefendible, minimizando la importancia de las barbaridades cometidas por alguno que otro compañero transgresor, no puede sino incidir de forma muy negativa en su conducta.

Ni siquiera el general pudo hacer mucho más que observar con cierta perplejidad lo que hacían sus simpatizantes en su nombre, de suerte que no sorprende que después de su muerte otros como Isabel Perón, Antonio Cafiero, Carlos Menem y Eduardo Duhalde resultaran ser igualmente incapaces de hacerlo. En cuanto a Néstor Kirchner, ya se habrá dado cuenta de que si bien gobernar contra el peronismo es imposible, depender de un movimiento tan amorfo y errátil para gobernar significa resignarse a ser rehén de lo que jamás estará en condiciones de controlar.

Para el presidente, el estallido de violencia que se produjo el 17 de octubre fue una advertencia dura que no podrá pasar por alto. A menos que consiga hacer valer su autoridad, que es la del Estado, a Kirchner le esperarán muchos otros incidentes igualmente nefastos que, al costarle el capital político que se las ha arreglado para acumular, terminarán debilitándolo hasta tal punto que de ser reelegido el año que viene no le sería nada fácil llegar intacto al 2011. Como buen peronista, no le gusta tener que reprender a los muchachos, a menos que pueda denunciarlos con impunidad como traidores. Por lo tanto, le es forzoso proceder con cuidado, criticando con su vehemencia característica a los ya vinculados con rivales con el presunto propósito de desviar la atención de las barrabasadas de quienes podrían provocarle un sinfín de dolores de cabeza.

En la actualidad, el peronista más auténtico, el guardián máximo de las esencias del movimiento confeccionado por Perón, se llama Hugo Moyano. Kirchner lo entiende, de ahí su resistencia a despegarse de él por lo que sucedió en San Vicente y sus esfuerzos por comprar su «lealtad» colmándolo de dinero y privilegios. Teme que si Moyano lo incluye en su larga lista de enemigos, no tardará en verse convertido en el blanco de una serie de paros salvajes, manifestaciones callejeras ruidosas y reclamos exagerados. Pero si Kirchner opta por seguir apaciguando a Moyano, correrá el riesgo de perder el apoyo de sectores sociales cada vez más amplios.

No es la primera vez que Kirchner se ha sentido obligado a elegir entre pactar con gente apenas presentable y actuar como un presidente «normal». Los piqueteros le plantearon una disyuntiva parecida: decidió tolerar sus desmanes por miedo a la alternativa. También se negó a oponerse frontalmente a los asambleístas de Gualeguaychú: estimó que el eventual colapso del Mercosur, la enemistad del mandatario uruguayo Tabaré Vázquez y un nuevo deterioro de la imagen nacional lo perjudicarían menos que las consecuencias probables de permitir que la policía y la gendarmería reprimieran a manifestantes ecológicos enfurecidos. Pero sucede que los camioneros de Moyano y otros sindicalistas no son piqueteros ni asambleístas. Tratar de conformarlos con planes sociales o palabras comprensivas sería inútil. Tendrá que ceder ante sus demandas que, es innecesario decirlo, se harán más extorsivas por momentos. Ya les ha entregado el manejo de cajas atiborradas de pesos. En los próximos meses recibirán muchos más.

Con la presunta excepción de Isabelita, los sucesivos caudillos peronistas se han creído líderes fuertes. ¿Lo eran? La verdad es que no. Por tratarse de los jefes de un movimiento populista, todos subordinaron los intereses del país a su voluntad de asegurar su propia popularidad. Si bien Kirchner se ha destacado por su combatividad, se ha cuidado de enfrentarse con aquellos grupos que podrían causarle mucho daño, comenzando con los sindicalistas capitaneados por los siempre combativos Hugo Moyano e hijo.

Es por eso que al gobierno actual no se le ocurrirá emprender las reformas que serían necesarias para que el crecimiento macroeconómico «chino» de los años últimos contribuya a hacer de la Argentina un país más equitativo: aunque los sindicalistas son tan elocuentes como el que más cuando es cuestión de lamentar la «exclusión», los sentimientos solidarios que suelen reivindicar no significan que estén dispuestos a abandonar conquistas como un régimen laboral que está entre los más rígidos del Occidente que sirven para impedir que los atrapados en la economía negra puedan entrar en la blanca.

Gracias a su naturaleza abarcadora, el peronismo ha incorporado a sus filas a casi todos los persuadidos de que para resolver las diferencias políticas es imprescindible una buena dosis de violencia. En esta materia, la única competencia que enfrenta es la brindada por ciertas pandillas de la extrema izquierda, algunas de las cuales se afirman peronistas además de leninistas, trotskistas o maoístas. Sería inconcebible que radicales, aristas, conservadores o liberales protagonizaran un escándalo comparable con el del 17 de octubre en aquella quinta de San Vicente, y casi lo sería que una ceremonia improvisada relacionada con los restos mortales de Perón transcurriera sin por lo menos una reyerta truculenta entre distintas sectas de fieles a su memoria.

Puesto que las elecciones del año próximo ya asomaron en el horizonte, Kirchner teme que la violencia tradicional del movimiento que por ahora encabeza le cueste millones de votos, pero no es del todo probable que trate de limitar las pérdidas desvinculándose de los matones sindicales y los patoteros 'todoterreno' que forman parte de la herencia genética del peronismo. Es de suponer, pues, que se limitará a mantener cruzados los dedos y rezar para que no sigan repitiéndose incidentes feos que podrían poner fin a su prolongado idilio con las encuestas de opinión. Claro, sería mejor que el presidente tomara medidas más contundentes para depurar la vida pública de los violentos, pero parecería que la convivencia pacífica no figura entre sus prioridades.

JAMES NEILSON


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