Lo que no fuimos

¿Por qué nunca llegamos a completar más que uno de los lados del cubo mágico? ¿Por qué jamás pudimos hacer levitar un skate sobre los bancos de las plazas? ¿Por qué la rueda trasera de la bicicleta se negaba tozudamente a levantarse desde el suelo cuando subíamos de la calle a la vereda a pesar de nuestros denodados empeños? ¿Por qué no éramos buenos para la pelota? ¿Por qué no fuimos contadores o abogados? ¿Por qué no continuamos estudiando piano o batería? ¿Dónde quedaron los bosquejos tan prometedores de los paisajes rurales que una vez quisimos pintar? ¿Y los primeros capítulos de aquella novela de aventuras? ¿O el guión de esa película sin nombre? ¿Por qué terminamos siendo una cosa distinta de la que imaginábamos? ¿Por qué ante la rara posibilidad de ser perfectos nos desvirtuamos, nos hicimos imperfectos, ajenos a lo que supuestamente era lo más adecuado? ¿Por qué no le hicimos caso a mamá y no concluimos el curso de francés? ¿Por qué estamos aquí y no en Alaska? Lo extraño del asunto es que después todas estas preguntas un poco perversas, acaso inútiles, nos queda bollando una más, aparentemente insensata: ¿por qué confiamos todavía en la llama interna? o mejor dicho ¿Por qué conservamos algo parecido a la fe en el fuego sagrado que nos ayuda a soportar las noches en que las preguntas vienen sin aviso, juntas? En realidad, no deberíamos temer. Detrás de cada huella digital hay un ser humano, único, irrepetible, así como detrás de cada vida una historia diferente. Una novela que merece ser vivida con la exquisita seguridad de saberse especial, igual a ninguna otra. Hacemos el camino que resulta de la sumatoria de la voluntad, el talento, la inteligencia, el amor, el odio, la indiferencia y un grado significativo de buena suerte. La mujer que nos parece el ser más precioso que ojos humanos hayan visto, al amigo que ese día nos acompaña le produce un “ni fu ni fa”. Ese simple hecho halaga nuestra elección. Somos parte de un universo que en muchas áreas no necesita consenso para ser. Nada más patético que los grupos tras los cuales se esconden los acobardados por su sombra. La brecha que abre un cuerpo de moda, una película “que a todos conquista”, un libro exitoso, deja lugar a muchas otras posibilidades de observar el mundo. Cada cual es dueño de un paisaje interno, de su color, de su música. Justamente el negocio del sistema sobre el cual vivimos es hacernos pensar que los elementos distintivos no existen. Que hay un único dios, una única gaseosa y una única manera de emprender las cosas. Pero podemos decir que hay maravillosos poetas escondidos entre las paredes blancas del anonimato, mujeres como sirenas dueñas de una belleza sin plástico que ni remotamente llenarán la tapa de una revista, que hay hombres que saben más del alma que de las veleidades de su coche. Hay, hay. Si no fuera así el mundo estaría incluso peor. Esa es la prueba. No fuimos abogados porque no nos gustaban las leyes o jamás pudimos entender la lógica del derecho romano, porque creíamos más útil memorizar el caldo de la tarde; no fuimos contadores porque nos llevábamos a las patadas con los números, ni cineastas porque estábamos seguros de poder seguir respirando junto a las películas de Francis Ford Coppola o Quentin Tarantino. Ha sido más que suficiente acariciar la superficie de los dibujos de Matisse y fugarnos a otra dimensión con la guitarra de Tomatito. No fuimos ciertas cosas porque es definitivamente estúpido ser una mala versión de un original del cual, además, sólo conocemos en parte. Con el tiempo perdimos la ambición de la fama, y esto no es una forma de claudicación sino un acercamiento a la sabiduría tan difícil, tan esquiva. En el fondo nos sentimos haciendo lo que tenemos que hacer. Para colmo, todavía no hemos terminado. Estamos en eso, ajustando los versos del poema que nos definirá al momento de nuestra muerte. Entre las tardes de domingo, los libros, los amigos, lo críos, nos sentimos residentes de un Olimpo VIP al que tienen acceso unos pocos. Los días en que brindamos por la buena salud, las tardes perfectas del verano y por esa línea caliente que espera en el papel para ser releída, esos días, nos justifican. En el fondo sabemos que no hay nada más. Ni Buda, ni Cristo, ni triunfo ni derrota. Son palabras que se deshacen en la nada, estaciones pasajeras, agua que murmura. Aquí, en esta insólita armonía, sólo estás vos y el invierno que ya llega.

Claudio Andrade candrade@rionegro.com.ar


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