Londres, la ciudad inabarcable

En la primera entrega del diario de viaje de un periodista por Europa, recorrida por una capital que tiene un mundo para ofrecer.

Llevaba un mes en Londres haciendo la cobertura periodística de los Juegos Olímpicos pero, de algún modo, era como si aún no hubiera llegado a esa inabarcable ciudad. Absorbido por el trabajo, casi no sabía ni dónde quedaba el eterno Hyde Park. Menos aún conocía los encantadores barrios, a excepción del vibrante Soho, al que apenas había ido a cenar una noche. Cerrada la experiencia olímpica, lo primero que hice fue mudarme de la zona de King Cross, la enorme estación de trenes que está pegada a St. Pancras, otra terminal ferroviaria pero internacional. Las comparaciones pueden ser odiosas o innecesarias, pero a veces son inevitables: los trenes surcan y conectan el Reino Unido de un modo inconcebible para Sudamérica.

Me fui a unos 20 minutos de donde había estado y me instalé en un monoambiente en Bayswater, un barrio pegado a Notting Hill. Lo que me atrajo no fue la famosa vecindad que llegó al cine, fue otra cosa: a dos cuadras tenía el Kensignton Gardens, un parque contiguo al Hyde Park. Se los suele unificar pero lo cierto es que están divididos por el lago Serpentine. Una de las diferencias es que el Kensignton cierra al atardecer, mientras que el Hyde Park lo hace a la medianoche y, además, tiene algunos sectores que quedan siempre abiertos porque no están cercados. Juntos, suman unas 250 hectáreas. Ideal para pasar el día haciendo lo que más le guste a uno: caminar, andar en bicicleta (las hay por toda la ciudad) o echarse en el césped. Ante las típicas lluvias, las copas de los árboles son un gran refugio para ver las cosas con otro matiz. Para muchos, es sinónimo de mal clima. Para mí se trata de una cuestión de mala prensa, más aún cuando la lluvia no es copiosa. Debajo de un árbol centenario, donde el agua no llegaba y la brisa era una caricia, el verde del Hyde Park era aún más cautivante. El hospedaje en Londres, en su mayoría, suele ser de poca calidad en relación a lo que se paga. El monoambiente de veintipico de metros al que me mudé no fue la excepción pero tenía lo que quería: cocina, heladera, ducha y ventanas. La mayor contra fue lo oloriento que era, algo que superé con desodorante de ambiente. Fue lo mejor que encontré, de un día para el otro, a 300 y pico de pesos por noche (es para dos personas). Esa fue mi base para los próximo días, en los que empecé a recorrer la ciudad y a zambullirme en el “El buda de los suburbios”. Leer esta novela fue uno de los aciertos del viaje. El escritor Hanif Kureishi ironiza sobre cómo una parte de la sociedad occidental se acerca al espiritualidad oriental, cuenta el racismo que sufren los pakistaníes e incluso sus descendientes nacidos en el Reino Unido, describe la Londres de los años 70 -el fin de la era hippy y los inicios del punk-, hace comentarios de decenas de bandas musicales (Generation X, The Condemned, The Adverts, The Pretenders, The Only Ones…) y, también, menciona lugares por los que hoy se puede andar. A todo esto, me fui dando cuenta de que en las últimas décadas varias cosas cambiaron y otras no tanto. Sobre todo, comprobé lo interesante que es leer un buen libro en ahí donde transcurrió. Algo parecido pasa con lo que imaginamos. Podemos pensar en la beatlemanía desde Argentina aunque es distinto hacerlo en el Soho, viendo a la gente que colma los bares de una ciudad en la que de pronto aparecen huellas de ese cuarteto de Liverpool que en cuatro años sobre los escenarios modificó la historia de la música. Acá, una recomendación: escuchando “Get back”, caminar desde Picadilly Circus por Regent Street hasta Oxford Street. Desviarse una cuadra a la izquierda por Regent hasta Savile Road. En el edificio del número 3, mirar para arriba: allí tocaron los Beatles la famosa Rooftop Session (El concierto de la azotea), su sorpresivo y último recital en vivo en pleno Londres. El show, en la terraza de la compañía discográfica donde grababan, fue gratuito, duro algo más de 40 minutos y fue interrumpido por la policía, que había recibido quejas por ruidos molestos. Pensando en esto que pasó en 1969, retomé Regent y, antes de llegar a Oxford, pasé por Carnaby Street, que es un recuerdo de lo que fue: el epicentro de la psicodelia londinense, del Swinging London de los 60. Después de un rato, me encontré con el O’Neill’s, un típico bar irlandés lleno de turistas. La mayoría de los bares londinenses se asemejan en algo: son ruidosos, la cerveza parece que nunca se acaba y explotan a la tarde, cuando la gente sale de sus trabajos. Casi no se puede caminar por la parte de abajo y la vereda, mientras que arriba los pubs suelen ser bastante más tranquilos. En pocos días, ya me había mimetizado con los lugareños: pasaba el atardecer en un pub, en los que aprovechaba para avanzar con “El buda…”.

A los extranjeros les dicen que en Argentina tienen que comer choripán. Bueno, en Londres hay que probar el “fish and chips” (pescado frito y papas fritas). No es para todos los días pero vale la pena saber de qué se trata. Para averiguarlo, me senté en la barra del O’Neill’s, pedí uno acompañado de una cerveza (London Pride) y me puse a planificar.

Viendo que los diez días que tenía destinados a Londres se esfumaban rápido, empecé a descartar lugares. Es uno de los momentos en los que siendo turista uno puede estresarse, aunque suene exagerado. El placer de viajar podía convertirse en una suerte de metas por cumplir, con un calendario que apretado porque ya tenía pasajes para ir a York, Edimburgo, Dublín y, buscando el sol, el deseo de terminar el viaje en una playa. Taché las escapadas a Liverpool, Cambridge y Oxford, y dividí Londres en dos partes: lo tradicional e imperdible y lo que me atraía o me habían recomendado.

CAMINATAS Y MúSICA

En www.walks.com hay caminatas temáticas, una buena manera de recorrer la ciudad. Por 7 libras, elegí “Rock’n Roll London”. Partiendo de Oxford St. y Tottenham Court Rd, durante dos horas el guía nos llevó por rincones y pasadizos. Contó historias y anécdotas que me ayudaron a entender un poco quién fue quién, desde los Beatles hasta los Stones, pasando por The Who, Pink Floyd, Jimi Hendrix, David Bowie, The Sex Pistols, The Clash, Blur y Oasis, entre otros, que a su vez fue la música que escuché en la mayoría de los bares. Es como ir a Villa Fiorito y ver dónde creció Maradona o viajar al barrio de Messi en Rosario. Un londinense de unos 60 años, con voz carrasposa, encadenó un relato fluido, derribó mitos e hizo comentarios de la relación entre las estrellas, todo como alguien que habla de algo que vivió desde adentro.

Al día siguiente compré un pasaje en el bus turístico (25 libras) válido por 48 horas. Siempre me pareció poco atractiva esta clase de transporte pero en Londres vale la pena: además de escuchar historia general en español, pasa por los principales puntos turísticos. Si se va a varios de ellos, es más barato que comprar los pasajes uno por uno. El transporte es carísimo: el subte ronda las 4,80 libras, algo similar al colectivo de línea. También está la opción de comprar la tarjeta Oyster, aunque hay que hacer cuentas. Otra ventaja del bus es que no vas bajo tierra. En esos dos días subí y bajé del bus todas la veces que quise. Fui al Palacio de Westminster, la Torre de Londres y el Tower Bridge, le saqué fotos al Big Ben, caminé al costado del Támesis, entré unas horas al interminable Museo Británico y fui al Palacio de Buckingham. Cada tanto compraba algo para comer y me tiraba en algún parque. Ahí terminé de visualizar algo que me sorprendió. Estaba gran parte del día con miles de personas alrededor, cruzando las calles en medio de Ferraris (¡me topaba con unas diez por día!), y veía los bares y comercios desbordados. Pero en pocos minutos podía aislarme de todo eso de una forma abrupta al sumergirme en alguno de sus tantos parques. Ahí me cruzaba con ardillas y pájaros que hacían de la monstruosa Londres un lugar más silencioso y amable.

En un momento decidí que cada día lo iba a dedicar a perderme en uno y no más de dos barrios distintos. En esas caminatas por calles adoquinadas me encontré con las puertas de las casas de distintos colores, cientos de flores adornando las veredas y la tranquilidad de andar por cualquier lugar. Cuando paraba a mirar un mapa, enseguida un inglés se me acercaba, siempre con el mismo comentario: “You look a bit lost. Can I help you?”. Me veían desorientado y a mí no me quedaban dudas: los ingleses tienen muy buena predisposición, al menos con los turistas.

Así conocí Shoreditch, un barrio del este de Londres que tiene la particularidad de ser una especie de pueblo dentro de una ciudad colosal. Se trata de una de las áreas más creativas y coloridas, con calles repletas de grafitis geniales -los hay por todo Londres-, tiendas de ropa vintage, negocios de diseñadores, artistas y creativos, que conviven con oficinistas y ejecutivos, tras la creciente instalación de empresas de informática que la transformaron también en un importante punto tecnológico. Tiene una especie de mezcla del pasado con el presente que la hace atrapante.

Algo parecido me pasó en Camdem Town, donde la imaginación se queda corta. Entre subidas y bajadas, hay decenas de chiringuitos con comida de todas partes del mundo que se entremezclan con los artistas callejeros. Este es uno de los mercados más extravagantes de Londres. Es cuestión de caminar despacio y mirar. Por ejemplo, me di cuenta de que en un lugar la gente comía sentada arriba de media moto. En lugar de una fila de asientos, había un hilera de motos que sólo tenían la parte del asiento hacia atrás. Frente a un tablón que hacía de mesa, la gente comía ahí frente al río. También, como en casi todo Londres, es muy tentador hacer compras. Hay diseños de ropa y de artículos de decoración que no se ven en otro lado. Aunque si de hacer compras se trata, Convent Garden es una gran opción. Ahí se concentran las marcas conocidas a nivel mundial con las locales, siempre con lo último pero también con comercios retro, en los que se pueden encontrar indumentaria de los años 70-80, desde zapatillas hasta camisas, pasando por calzoncillos, remeras, vestidos y camperas. Hay tanta variedad de modelos como de precios. Muchas cosas cuestan la mitad que en Argentina.

Por último, pasé por Nothing Hill. No fui a buscar la puerta azul de la comedia romántica que protagonizaron Julia Roberts y Hugh Grant. En este sentido, una amiga me pasó un dato que en Londres funciona muy bien: www.movie-locations.com. A través de esta web se puede saber donde fueron filmadas las escenas de cientos de películas. Si la hubieran visto, muchos turistas no seguirían intentando encontrar la puerta azul o al menos se enterarían de que fue subastada y cambiada por otra negra. De todos modos, di una vuelta por ese barrio que 50 años atrás era medio peligroso y ahora es fashion y algo selecto. Podría decirse que es una mezcla de los barrios porteños de Palermo y Recoleta.

Saliendo de Nothing Hill, crucé el Hyde Park. Sin darme cuenta, desemboqué en South Kensignton y aparecí frente al emblemático teatro Royal Albert Hall, que fue inaugurado en 1871. No hace falta saber que por ahí pasaron grandes figuras de la música para quedar impactado por esa majestuosa obra arquitectónica. Le pregunté a una persona que formaba una extensa fila alrededor del Albert Hall y me contó que todos esperaban para comprar el remanente de entradas para un concierto de música clásica, que se remataban a 5 libras. Me hubiera quedado pero ya tenía entradas para ir al Shakespeare Globe. Fui a ver Henry V. Estaba algo cansado y me costó bastante seguir el guión pero pude ver ese teatro y conocer de primera mano una obra inglesa, con diálogos y monólogos larguísimos y muchísimos personajes en escena. Todo seguido por un entusiasta público que durante unas tres horas mira la obra de pie en el centro de la sala, donde no hay plateas y, además, es la parte del teatro que es a cielo abierto.

El Globe, en definitiva, es un símbolo más de una Londres inconmensurable, que abruma y atrae por su variedad, cantidad e identidad.

LONDRES

JUAN IGNACIO PEREYRA

pereyrajuanignacio@gmail.com


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