Los árabes frente a la modernidad
Desde finales del siglo XVIII, todas las sociedades del mundo se ven obligadas a enfrentar el desafío planteado por la evolución desconcertante de la tecnología. A ninguna le ha sido fácil. Aunque en pocos lugares se ha repudiado por completo el progreso científico en nombre de la tradición, en muchos la resistencia ha resultado ser lo bastante fuerte como para limitar su impacto. La postergación económica de América Latina se debe en buena medida a la oposición, raramente explícita, de las elites a los cambios constantes que le hubieran permitido aprovecharlo, pero parecería que últimamente la región, liderada por Brasil, ha optado por “insertarse” en el esquema globalizado. Por encontrarse a media distancia entre los países desarrollados y los claramente atrasados, América Latina parece estar en condiciones de continuar avanzando, pero no se puede decir lo mismo del llamado mundo árabe. Además de los problemas supuestos por la extrema pobreza de la mayoría y del escaso interés en la investigación científica, para progresar los árabes tendrían que liberarse del islam, un culto religioso que es decididamente más reaccionario que las variantes más tradicionalistas del catolicismo. En los países occidentales, abundan los biempensantes que se afirman convencidos de que son perfectamente compatibles la fe islámica, la democracia y el desarrollo económico. Lo serían si, como sucede en el Occidente, la mayoría abrumadora de los musulmanes aceptara que la religión de cada uno debería considerarse un asunto privado y que por lo tanto hay que tolerar el disenso, pero por desgracia éste no es el caso. Incluso en países cuyos gobiernos dependen del respaldo financiero occidental, como Afganistán y Pakistán, quienes se animan a abandonar el islam se enfrentan con la pena capital. En el mundo musulmán no hay ninguna democracia auténtica y, con la excepción de ciertos pequeños emiratos petroleros, no hay nada que pudiera calificarse de desarrollo económico. A veces se dice que Malasia es distinta, pero en aquel país el desarrollo se debe a los esfuerzos de la minoría china, que constituye el 24% de la población, y de la hindú, el 7%. Por lo demás, en Malasia dichas minorías son víctimas de discriminación sistemática, ya que la legislación, basada supuestamente en criterios étnicos, favorece a los malayos musulmanes. En el 2004 la ONU difundió su primer informe sobre el desarrollo humano en los Estados árabes. El cuadro pintado por los estudiosos, ellos mismos árabes, fue lamentable, sobre todo en lo concerniente a la vida intelectual; una proporción sustancial de los adultos es analfabeta –todos los años se traducen cinco veces más libros al griego moderno, para una población de apenas 11 millones de personas, que al árabe, idioma de 350 millones, mientras que se estima que en los 1.000 años últimos las traducciones al árabe equivalen a las de un solo año al español–. Huelga decir que es magra la inversión en ciencia y tecnología. Es fácil, pues, entender la frustración que sienten tantos jóvenes árabes, atrapados como están en sociedades anquilosadas regidas por dictadores vitalicios de mediocridad apabullante. Gracias a la tecnología ajena, se saben excluidos de la prosperidad que a través de la televisión y la internet ven en otras latitudes. En Túnez hace un par de semanas y ahora en Egipto y Yemen, muchos están rebelándose contra el destino humillante que las circunstancias les han deparado, atribuyéndolo a la falta de democracia. Puede que hasta cierto punto lo sea, pero por razones comprensibles los gobiernos occidentales temen que en Egipto, aunque no necesariamente en Túnez donde los valores seculares son más robustos, elecciones libres sólo servirían para beneficiar a los reaccionarios islámicos. Puesto que éstos son contrarios por principio a la democracia, se las arreglarían para seguir en el poder aun cuando, luego de algunos años, la mayoría quisiera reemplazar la teocracia imperante por un gobierno laico. En Estados Unidos el entusiasmo acaso pasajero de los rebeldes tunecinos, egipcios y yemenitas por la democracia es motivo de cierta perplejidad. A diferencia de George W. Bush y la entonces secretaria de Estado Condoleezza Rice, que en la etapa final de su gestión sermonearon a Hosni Mubarak y otros dictadores árabes sobre la necesidad de llevar a cabo reformas democráticas cuanto antes, Barack Obama y Hillary Clinton se han mostrado más que dispuestos a respetar el statu quo, reeditando así la política de otro demócrata, Franklin Delano Roosevelt, hacia tiranos latinoamericanos como el nicaragüense Anastasio Somoza. Con todo, parecería que Obama y Clinton entienden que no les convendría solidarizarse con Mubarak y otros “amigos” si éstos están por caer, pero es de suponer que si logran aferrarse al poder los norteamericanos no harían nada para ocasionarles más dificultades. Los europeos se ven frente al mismo dilema; aunque quisieran que todos los países árabes fueran democracias liberales, sospechan que los resultados de elecciones distarían de ser a su agrado. Tales dudas son comprensibles, ya que la experiencia europea en la materia ha sido aleccionadora. En sociedades en que muchos se sienten humillados, temas vinculados con la identidad colectiva, con el orgullo nacional y con la convicción de haber sido víctimas de injusticias históricas intolerables suelen pesar mucho más que la mera racionalidad económica. En el mundo árabe, el islamismo es una fuerza aglutinante muy poderosa no sólo por el presunto fervor religioso de creyentes conservadores sino también porque fue el motor merced al cual los califatos se erigieron en las potencias más fuertes, y más beligerantes, del mundo de la antigüedad tardía. Según los islamistas, para gozar nuevamente de tanto esplendor los árabes, acompañados por correligionarios de otras etnias que se saben inferiores ya que, al fin y al cabo, Alá eligió comunicarse con el género humano en árabe, tendrían que someterse plenamente a las creencias de antes. Se trata de un mensaje tentador –hace menos de un siglo, millones de alemanes y japoneses se dejaron seducir por una variante propia de la misma nostalgia histórica–, de suerte que sería un error muy grave subestimar su atractivo para quienes fantasean con un mundo radicalmente distinto del que efectivamente existe.
JAMES NEILSON
SEGÚN LO VEO
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