Los dilemas de la seguridad privada

Las investigaciones sobre el asesinato del director de tecnologías financieras Mariano Perel y su esposa, ocurrido en la localidad balnearia de Cariló el pasado 4 de febrero, revelaron una vez más el protagonismo de la seguridad y la inteligencia privada en la Argentina.

Resulta que en el lugar donde fue consumado el doble homicidio se halló una computadora portátil propiedad de Perel, que fue inmediatamente peritada por una empresa privada de seguridad denominada SkyCop, dedicada al recupero de vehículos por vía satelital.

Dicha computadora se convirtió inicialmente en la estrella de la pesquisa, circunstancia que también ilustró respecto de la creciente interdependencia entre la policía pública tradicional y los servicios de policía privada. Vinculación que igualmente mantiene la Secretaría de Información del Estado (SIDE) con los servicios privados de inteligencia que funcionan en el país.

Pero todo hubiera quedado en la anécdota si del documento de 50 hojas divulgado el día 26 de febrero último por el procurador general de la Provincia de Buenos Aires no hubieran surgido los nombres de Carlos Doglioli y Jorge Eduardo Taranto. Se trata de dos ex militares que trabajaron con Mariano Perel entre 1988 y 1996, y sus respectivas menciones integran el texto de una carta encontrada días después de su asesinato, en la que el financista expresó el temor de un final marcado por la fatalidad.

Perel y Doglioli fueron socios en la firma Jac Seguridad Policía Particular S.A., que se dedicaba a la venta de servicios y equipos para agencias de seguridad privada, y en Doglioli & Asociados SH, una consultora de negocios nacionales e internacionales.

Doglioli, además, fue director de contrainteligencia de la SIDE y antecesor del ex carapintada Aldo Rico al frente del Regimiento de Infantería de Monte 18, en Santiago del Estero. A su vez, Taranto conoció a Perel por medio de Doglioli y juntos trabajaron en el área de seguridad del Banco del Buen Ayre.

La presencia de Perel en los márgenes de las agencias de policía privada nos remite a aquella otra, la de Alfredo Yabrán, quien tuvo a su cargo la construcción del más monumental servicio de seguridad y custodia conocido en la Argentina. Y valga la paradoja, tanto uno como otro terminaron sus vidas sin poder contar acerca de la cara oscura de su poder empresarial.

Las agencias de seguridad privada primero, y luego los propios servicios privados de inteligencia, han sumado a sus filas a personajes de sórdida trayectoria. Valga para ello recordar a «El Tigre» Acosta, detenido en una causa por la sustracción de bebés; Alfredo Donda Tigel, ex jefe de inteligencia de los grupos de tareas en la Escuela de Mecánica de la Armada; y Adolfo Pernías, capitán de fragata cuyo ascenso se vió frustrado en el Senado de la Nación en 1994 debido a un informe que lo acusó de participar en la represión ilegal. Todos ellos se enrolaron, una vez finalizada la dictadura militar, en las agencias del rubro.

Es un sector que ha experimentado un geométrico crecimiento a partir del comienzo de la década de los noventa, en forma paralela a las privatizaciones de las empresas públicas y recursos del Estado, haciendo de la seguridad un formidable negocio. Se valen de una estrategia de legitimación cuidadosamente elaborada que incluye la presencia del «experto de seguridad» y de un ámbito de saber pseudocientífico en el que destaca la realización de un «minuscioso análisis de seguridad localizada» conforme las necesidades del cliente.

Esa operación a su cargo constituye la primera fase de un orden ilusorio que excluye toda mención a situaciones de envergadura social, política y económica. Tras una máscara de sabiduría neutra y apolítica esconden una acotada definición de la seguridad en términos tan sólo físicos e inmediatos, como si los problemas a ella relacionados no se inscribieran en el campo mucho más amplio de la seguridad social – salarial, hospitalaria y previsional-.

Pero además de las cuestiones atinentes a las repercusiones que el accionar de estos servicios de policía y espionaje privados producen en el estado de derecho, lo llamativo es que con frecuencia aparecen próximos al mundo del delito organizado. La lógica democrática, a pesar del marco legislativo que en los últimos años le ha conferido a la cuestión -tanto en el orden nacional, como así también en la ciudad y provincia de Buenos Aires-, no llega a permear en el núcleo mismo de su estructura.

He aquí el dilema que presentan: integrarse o no a la vigencia de una legalidad que los compele al cumplimiento de requisitos concretos y a términos muy precisos de actuación. El trágico final del matrimonio Perel expresa, una vez más, la existencia de un universo vinculado a la industria de la seguridad y el espionaje absolutamente externo a la órbita de los controles públicos.

Generadores de un discurso preminentemente técnico y apegados a medidas protectivas capaces de seducir por su despliege simbólico, lo cierto es que constituyen un refugio para la nueva criminalidad local. Aquella que se vale de las recientes tecnologías para exacerbar sus lucros y neutralizar a la competencia. Aunque también, llegada la hora, para asesinar y dar por hecha su impunidad.

(*) Autor del libro: «Seguridad Privada: sus impactos en el Estado de Derecho», Editorial


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