Los europeos y la austeridad

A menos que los encuestadores se hayan equivocado, el socialista François Hollande triunfará con facilidad en las elecciones presidenciales francesas del domingo, humillando a Nicolas Sarkozy que, como tantos mandatarios europeos, ha tenido la mala suerte de estar en el poder justo cuando el dinero comenzaba a escasear luego de un período de despilfarro consumista. Como sus homólogos, Sarko reaccionó frente a la crisis financiera que irrumpió en el 2008 comprometiéndose a llevar a cabo un programa de austeridad, pero si bien no hizo mucho en tal sentido –en el debate televisivo que se celebró el miércoles, Hollande pudo recordarle que en los cinco años últimos la deuda pública aumentó 600.000 millones de euros– sus compatriotas lo creen el artífice de un ajuste despiadado y por lo tanto de todos los problemas económicos y sociales de su país. Para más señas, los franceses están tan hartos de oír hablar de “austeridad” que les parece razonable que Hollande se haya propuesto reemplazar el ajuste que supuestamente está en marcha por “un pacto de crecimiento”, como si en el fondo todo dependiera de la voluntad, buena o mala, de los gobernantes. Dijo una vez John Maynard Keynes que “hombres prácticos, que creen estar bastante exentos de cualquier influencia intelectual, son por lo general esclavos de algún economista muerto”. Pues bien, a más de sesenta años de su muerte, a Keynes le ha tocado ser el gurú favorito de casi todos los políticos progresistas, lo que puede entenderse ya que, a diferencia de personajes más adustos habitualmente calificados de “neoliberales”, epíteto éste que es aún más hiriente que “fascista”, estaba a favor de cierta intervención estatal en circunstancias determinadas, lo que, debidamente traducido y popularizado, ha llegado a significar que siempre hay que gastar más, principio éste que, por motivos evidentes, encanta a quienes no quieren verse acusados de hambrear al pueblo por razones siniestras. Todos saben que, aun cuando sea cuestión de individuos fabulosamente ricos, el dinero que gastan los gobiernos no procede de los bolsillos de sus integrantes, pero los electorados suelen pasar por alto este detalle al atribuir los ajustes a la mezquindad de los dirigentes y los aumentos del gasto público a su generosidad. Cuando Sarkozy iniciaba su gestión, la austeridad estaba de moda. En aquellos días ya lejanos, era propio de personas serias afirmarse resuelto a equilibrar las cuentas públicas y poner fin al despilfarro. Pero los tiempos han cambiado. Aunque la alemana Angela Merkel, el tecnócrata italiano Mario Monti y el español Mariano Rajoy siguen insistiendo en que no cabe más alternativa que la de gastar menos, está en vías de consolidarse un nuevo consenso, cuyo santo patrono es Lord Keynes, según el cual es necesario privilegiar el crecimiento inyectando más, mucho más, dinero a la economía sin preocuparse por el cuco inflacionario. Por razones culturales, los europeos del norte propenden a confiar más en las teorías de quienes dicen que la eventual recuperación de su continente dependerá de su capacidad para disciplinarse, mientras que los del sur sospechan que lo que tienen en mente los alemanes es avasallarlos. Es por eso que, a juicio de algunos, una consecuencia del previsto triunfo de Hollande sería el abandono por parte de Francia del bloque teutón seguido por su incorporación a uno latino, cambio que podría presagiar la ruptura de la Eurozona; en tal caso, la frontera monetaria se aproximaría a la trazada, hace dos milenios, por el Imperio Romano. Por desgracia, es una cosa proclamarse a favor del crecimiento como hace Hollande y otra muy distinta impulsarlo sin tomar algunas medidas ingratas. Después de todo, nadie ignora que una economía puede crecer “a tasas chinas” sin que los beneficios se vean repartidos de manera equitativa. De concentrarse un gobierno en los sectores más competitivos de la economía, subordinando todo a la productividad, la sociedad no tardaría en dividirse en dos o tres partes, como en efecto ha sucedido en China, donde algunos enclaves han logrado alcanzar un nivel de vida propio de países desarrollados mientras que centenares de millones de campesinos aún viven en condiciones medievales. Por lo demás, es legítimo preguntarse si, a la larga, es compatible el crecimiento rápido con la equidad. Es posible que no, que el mundo ya haya dejado atrás una etapa en que, por ser relativamente poco severas las exigencias laborales, casi todos podían hacer un aporte positivo al bienestar material común para entrar en otra en que será forzoso elegir entre la competitividad por un lado y “la inclusión social” por el otro. De ser así, las perspectivas ante las democracias actualmente prósperas serán tenebrosas; a lo mejor, tendrán que resignarse a ser gobernadas por populistas duchos en el arte de administrar la pobreza multitudinaria a través de esquemas clientelares y campañas emotivas; a lo peor, degenerarán en dictaduras que, como las militares que una generación atrás dominaban América Latina, se afirmen comprometidas con la eficiencia económica. El dilema que enfrentan los gobiernos europeos no admite soluciones facilistas. Mientras que en las zonas más prósperas de China –y en partes de América Latina– el ingreso per cápita será de aproximadamente 10.000 dólares anuales, en Europa es dos o tres veces mayor. Para mantener la cohesión social, los gobiernos europeos tienen que subsidiar una proporción creciente de “pasivos”, categoría ésta que, en términos económicos, incluye no sólo a los cada vez más numerosos jubilados y a los cada vez menos menores sino también a los desocupados y una cantidad notable de empleados públicos que, desde el punto de vista de los obsesionados por la productividad, son superfluos. Los ajustes que están aplicándose perjudican mucho más a los “pasivos” que a los “activos”, lo que incide en el consumo pero no tanto en la eficacia de la industria o de los servicios que, en todos los países avanzados, aportan el grueso del producto bruto. Hace ya casi cuatro años los gobiernos europeos decidieron que, por un rato, tendrían que concentrarse en la competitividad, con la esperanza de que, andando el tiempo, conseguirían recursos suficientes como para financiar los programas sociales a los que sus compatriotas se habían acostumbrado, pero a juzgar por los resultados se trató de una fantasía. ¿Lo es? Pronto sabremos la respuesta a este interrogante ominoso.

SEGÚN LO VEO

JAMES NEILSON


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