Los gajes de la soberbia

El presidente Néstor Kirchner habla mucho de cambio, de este modo insinuando que bajo su tutela la Argentina está transformándose con rapidez en un país mejor, muy distinto de aquel que conocemos, pero si hay una cosa que no le gusta en absoluto es tener que adaptarse a circunstancias nuevas. Si algo distingue a Kirchner, esto es su rigidez. Desde su punto de vista, sólo los débiles se dejan asustar tanto por las dificultades y por las advertencias de los agoreros que se sienten constreñidos a modificar el rumbo antes emprendido. Cree a pie juntillas que una vez que ha elegido un curso de acción no tiene más alternativa que la de persistir contra viento y marea, mofándose de los gritos de alarma y atribuyendo las dudas a la maldad de sus enemigos, de ahí la crisis energética, el rebrote de la inflación, el conflicto sin solución a la vista con Uruguay por las papeleras y la defensa, tan inútil como políticamente costosa, con la que intentó salvarle el pellejo a Felisa Miceli.

En la fase inicial de la gestión de Kirchner, la tozudez que resultó ser su característica más notable lo ayudó a «construir poder», porque la gente aún recordaba las vacilaciones hamletianas del ex presidente Fernando de la Rúa, pero en la actualidad amenaza con destruirlo. Por cierto, si el gobierno se viera frente a una oposición menos fragmentada y más convincente que la conformada por Elisa Carrió, Roberto Lavagna, Ricardo López Murphy y compañía, Cristina de Kirchner ya se habría resignado a la derrota electoral contundente que le esperaría, pero por ahora cuando menos todos los problemas del gobierno nacional son internos. Si brinda la impresión de estar en caída libre, se debe por completo a sus propios esfuerzos.

Puede que les resulte gratificante al presidente y sus colaboradores la sensación de invulnerabilidad que, pese a todo lo sucedido últimamente, las encuestas de opinión siguen difundiendo en las filas oficialistas, pero la verdad es que sólo sirve para agravar la situación en la que se encuentra el gobierno y por lo tanto el país. Nunca es bueno que un gobierno se suponga imbatible y que en consecuencia no tenga que preocuparse por nada. Sin sentirse obligados a rendir cuentas ante nadie, a los funcionarios les es demasiado fácil convencerse de que pueden hacer cuanto se les dé la gana. Los ejemplos abundan. De haber integrado un gobierno que se supiera controlado por los legisladores propios y ajenos, además de un electorado que estuviera dispuesto a castigarlo con severidad por sus eventuales errores, Miceli no hubiera perpetrado una irregularidad tan tremenda y tan estúpida que, además de desprestigiarla a ella misma y a su jefe, podría llevarla a la cárcel. Tampoco se le hubiera permitido a la secretaria de Ambiente y Desarrollo Sustentable, Romina Picolotti, alegremente repartir puestos oficiales entre sus familiares y amigos o adquirir la costumbre de trasladarse de un lugar a otro en jets privados carísimos; a la ministra de Defensa, Nélida Garré, hacer lo necesario para ser imputada en una causa judicial por el contrabando de armas o al secretario de Comercio, Guillermo Moreno, demoler el INDEC luego de haberse hecho notorio por su estilo matonesco y su lenguaje soez, para mencionar sólo a los funcionarios que se las han arreglado para protagonizar los episodios más escandalosos de las semanas últimas.

Dicen los doctores de la Iglesia que la soberbia es el primero de los siete pecados capitales y que está en la raíz de otros como la avaricia, la ira, la envidia y la pereza, ya que quienes caen en ella casi siempre terminan sacrificando todo a su anhelo de figurar como el mejor de todos. Luego de creerse durante años los dueños exclusivos del poder y de la razón, los Kirchner se han hecho llamativamente soberbios y parecería que los demás integrantes del gobierno se han contagiado del mismo vicio, con el resultado de que pasan pocos días sin que por lo menos uno se vea acusado de cometer irregularidades graves achacables a su ambición desmedida y a la avaricia que por lo común la acompaña. Como siempre ocurre cuando llueven las denuncias, los voceros oficiales han reaccionado diciendo que se trata de una campaña sucia en su contra, aunque a esta altura deberían comprender que tales afirmaciones no les sirven para mucho. Por supuesto que los dirigentes opositores procuran aprovechar en beneficio propio los deslices gubernamentales: sería asombroso, y preocupante, que no lo hicieran porque es así que funciona la democracia. Por este motivo, suele resultar contraproducente dar a entender que es ilegítimo pedir explicaciones coherentes a los acusados de actos de corrupción.

El que sean cada vez más los kirchneristas caídos en desgracia no se debe solamente a la proximidad de las elecciones. También ha incidido la voluntad de Kirchner de entregar el poder a su esposa, acaso por imaginar que la transición así supuesta podría efectuarse de forma tan tranquila que nadie se sentiría perturbado. Si esto es lo que pensaba, se equivocó. Por capaz que sea Cristina, la mayoría prevé que en el caso de que gane en octubre, o en la segunda vuelta, el gobierno resultante será confuso y que habrá dos centros de poder puesto que los Kirchner no son idénticos. Por lo tanto, se sabe que hay que prepararse para enfrentar una situación inédita.

La incertidumbre ocasionada por el planteo extravagante del presidente no sólo ha hecho de él lo que los norteamericanos llaman un «pato rengo», o sea, un mandatario saliente a quien pocos prestan atención porque la mayoría está más interesada en congraciarse con su presunto sucesor, sino que también está socavando a Cristina porque no hay forma de saber cuánto poder querrá conservar su marido. Bien que mal, Cristina no es un clon de Néstor y, por estrecha que sea la relación matrimonial, si lo reemplaza a la cabeza del Poder Ejecutivo no podría conformarse con ser un títere dócil que se dejara manipular por el «primer caballero», aunque sólo fuera porque el resto del país no toleraría por mucho tiempo un arreglo tan humillante.

Sembrar confusión en cuanto a la ubicación precisa del poder es una receta para la anarquía, sobre todo en una sociedad que, como nos recordó la popularidad que consiguió Kirchner aun antes de ponerse a gobernar, es caudillista por instinto. No es sorprendente, pues, que a partir del anuncio de que el pingüino se proponía legar la presidencia de la Nación a su pingüina, el gobierno haya comenzado a brindar la impresión de estar resuelto a despedazarse a sí mismo. Tampoco lo es que de resultas de dicho espectáculo hayan proliferado no sólo denuncias sino también pruebas de los excesos o descuidos de ministros, secretarios y otros que con toda seguridad se originaron en algunos rincones del poder que Kirchner supo construir. No hay gobierno alguno en este mundo cuyos integrantes se nieguen a librar guerras internas aun cuando se prevea que el futuro se asemeje mucho al presente. El kirchnerista nunca fue una excepción a esta regla, pero hasta hace poco las batallas eran menores en comparación con la orgía de autodestrucción que está en marcha y que tal y como están las cosas parece destinada a hacerse más frenética en las semanas próximas.

Mientras se suponga que Cristina triunfará en las elecciones de octubre, los políticos que juran fidelidad a la pareja gobernante seguirán poniendo su nombre a la cabeza de sus listas sábana con la esperanza de que los ayude a cosechar más votos, pero si se intensifican las dudas que están flotando en el aire, muchos optarán por apostar a otro o declararse independientes. En tal caso, el panorama electoral se haría tan borroso como fue en el 2003, cuando existió la posibilidad de que cualquiera de al menos cuatro candidatos de ideas radicalmente distintas podría ser el próximo ocupante de la Casa Rosada, porque sin la convicción de que el nombre Kirchner posee las mismas propiedades mágicas que tenía el de Menem una década atrás, el poder que el santacruceño construyó se desplomaría como un castillo de naipes.

JAMES NEILSON


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