Los Kirchner y el Pejota

Durante más de cinco años el ahora ex presidente Néstor Kirchner y su esposa intentaron minimizar la importancia de su formación peronista, dando a entender que lideraban un movimiento mucho más amplio y, desde luego, más progresista, pero a partir de la derrota que experimentaron a manos del campo están procurando hacer pensar que nadie los iguala cuando de «lealtad» hacia el general y Evita se trata. Los motivos de los Kirchner no son un misterio. Al desplomarse la popularidad de ambos, comprenden que sin el respaldo firme de por lo menos una parte sustancial del PJ, quedarán sin ninguna red de seguridad para la etapa muy dura que se avecina. No es que los dos hayan abandonado por completo la esperanza de contar con el apoyo de algunos que nunca han militado en el peronismo, sino que a esta altura saben muy bien que el hasta hace poco despreciado Partido Justicialista constituye su base de sustentación principal y que si se separan de él les sería difícil conservar el poder hasta diciembre del 2011.

Si bien ciertos referentes peronistas antes distanciados, como Carlos Reutemann, Juan Schiaretti y Jorge Busto, se han acercado nuevamente a los Kirchner, es de suponer porque son conscientes de que una crisis institucional grave podría perjudicar a todos los vinculados con el movimiento, otros parecen resueltos a mantenerse alejados. De éstos, los más llamativos son el ex presidente provisional Eduardo Duhalde y su mujer «Chiche», la que el 17 de octubre espetó «que Néstor Kirchner festeje el Día de la Lealtad es como que Schoklender festeje el Día de la Madre», en alusión al parricidio por el que los hermanos Schoklender fueron condenados más de un cuarto de siglo atrás. Aunque pocos peronistas están dispuestos a manifestar su despecho con tanta virulencia como la senadora Duhalde, casi todos entienden que la reconciliación de los Kirchner con lo que llamaban despectivamente «el pejotismo» tiene menos que ver con su nada convincente fervor por el general y Evita, que con el temor a encontrarse solos en medio de una tormenta económica incontrolable que, de cobrar más fuerza en los meses próximos, podría tener consecuencias políticas tan graves como imprevistas.

Desgraciadamente para ellos y, huelga decirlo, también para el país, Néstor Kirchner y su esposa han resultado ser muy astutos cuando es cuestión de tácticas pero carecen de sentido estratégico, de ahí el cortoplacismo extremo que siempre los ha caracterizado. No aprovecharon los años del boom para preparar al país para enfrentar un período de estrechez porque, al igual que los obnubilados por el auge de los mercados que ahora están perdiendo todo, suponían que el buen momento se eternizaría. Tampoco invirtieron bien el capital político envidiable que supieron acumular en sus primeros años en el poder. Convencidos de que resultaría permanente, se dedicaron a crearse enemigos en vez de formar alianzas fuertes y mantener una relación civilizada con quienes discrepaban con su ideario. Antes bien, trataban de humillarlos y socavar los ya frágiles partidos opositores. Por eso, los Kirchner no cuentan con una base política estructurada, sino con el apoyo incierto de personajes distintos y fracciones determinadas que en su mayoría los abandonarían a su suerte sin pensarlo dos veces si lo creyeran conveniente. Así, pues, el país se ve frente a una gran crisis económica mundial que podría ocasionarnos un sinfín de problemas -lo que sería el caso si, como algunos prevén, siguen bajando los precios de los commodities que exportamos-, sin la posibilidad de contar con un gobierno nacional fuerte respaldado por buena parte del arco político. De haber actuado el ex presidente Kirchner y la presidenta actual, Cristina Fernández de Kirchner, con más mesura mientras los sondeos les sonreían, la situación tanto económica como política sería muy distinta, pero si bien en las semanas últimas el matrimonio se ha esforzado por reconciliarse con el resto de la sociedad, ya le es demasiado tarde para reparar los daños que provocaron cuando creían que gracias a «la hegemonía» de la que disfrutaban ni siquiera tenían que preocuparse por la opinión y los sentimientos de los demás integrantes del movimiento al que, por lo menos en teoría, ambos adherían.


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