Los paladines del fracaso

Por depender tanto los políticos de su capacidad para convencer a los demás de que no

hay ninguna diferencia significante entre sus propios intereses personales y aquellos del conjunto, cuánto más pobre es una sociedad determinada, más propensos serán sus dirigentes a atribuir tamaña desgracia a otros. Sin embargo, aunque siempre les conviene a los líderes desviar la atención de los problemas internos tratándolos como si se debieran a la agresión ajena y por lo tanto su eventual solución tendría que proceder del exterior, la actitud así supuesta difícilmente podría ser más contraproducente porque, como sabemos muy bien, a menos que los gobernantes procuren eliminar o atenuar las lacras que denuncian éstas se agravarán.

En casos extremos, empero, un gobierno llegará a la conclusión de que incluso tratar de hacer frente a los problemas locales más urgentes equivaldría a una derrota porque, al fin y al cabo, sería una forma de asumir responsabilidad por lo que a su entender ha de ser el resultado de los crímenes y errores perpetrados por extranjeros. He aquí una razón por la que suelen seguir rodando cuesta abajo en aquellos países en los que la preocupación principal de la clase dirigente consiste en persuadir a todos de que ella también ha sido víctima de alguna injusticia terrible, de suerte que sería monstruoso culparla por lo que ha ocurrido.

A menos que sean miembros de una junta revolucionaria que esté totalmente desvinculada de cualquier régimen anterior, los líderes se sienten obligados a reivindicar lo hecho en el pasado por sus correligionarios, sus aliados circunstanciales o por ellos mismos. Puesto que no les es dado reaccionar contra el statu quo con el vigor necesario sin brindar la impresión de estar batiéndose en retirada o cediendo ante las presiones de los malevos, prefieren dejarlo intacto e intentar aprovecharlo políticamente tomándolo por evidencia de la maldad ajena.

El gobierno de Néstor Kirchner es un ejemplo aleccionador de este fenómeno perverso. Por una multitud de motivos, está comprometido con el fracaso. Ya que nos ha informado que la desigualdad extraordinaria que caracteriza la sociedad argentina, una en la que es normal que la esposa progresista de un político exitoso lleve un reloj que cuesta más de lo que muchos ganarían en el transcurso de una década, es consecuencia de la rapacidad de los acreedores y que devolverles más que una pequeña proporción de su dinero sería «genocida», resultaría poco razonable esperar que emprendiera una estrategia que pudiera producir resultados más equitativos. ¿Para qué serviría si la única «solución» no genocida consistiría en que los acreedores se resignen a ser despojados? Por razones similares, el gobierno no podrá reformar el Estado, porque ello significaría complacer a los «neoliberales» y al FMI o impulsar leyes laborales apropiadas para los tiempos que corren. En verdad, a esta altura le sería casi imposible ensayar cualquier «cambio estructural»: si lo hiciera, los perjudicados no tardarían en acusarlo de venderse a los enemigos de la patria.

La situación en la que Kirchner se encuentra se asemeja mucho a aquella de otros gobernantes de países atrasados. Ellos también han sabido transmutar los reveses colectivos en avances personales achacándolos al imperialismo yanqui o a otro símbolo del mal. En el mundo musulmán, la autocompasión cada vez más agresiva de los grupos que monopolizan el poder constituye una barrera casi infranqueable al progreso. No sólo es una cuestión del deseo comprensible de los privilegiados de aferrarse con tenacidad a «lo nuestro», lo que, claro está, siempre consiste en aquellas modalidades que les permiten mantenerse donde están, sino también de lo fácil que les resulta persuadir a los más miserables de que les es esencial respaldarlos en su lucha sin cuartel contra el cambio.

Una vez que se haya consolidado la idea de que las penurias locales han sido obra de otros y que por lo tanto es el deber de los dirigentes combatir las influencias foráneas, no habrá forma de escapar de la trampa así tendida. Será por eso que, para sorpresa de quienes preveían que andando el tiempo se reduciría la brecha que separa a los países pobres de los ricos, Africa, buena parte de Asia y América Latina han perdido cada vez más terreno, mientras que Estados Unidos continúa creciendo con rapidez, distanciándose del Tercer Mundo. Es que a diferencia de tantos africanos, asiáticos y latinoamericanos, los dirigentes norteamericanos no han podido creerse víctimas de otros que eran incomparablemente más fuertes. Se saben dueños de su propio destino y actuaron en consecuencia. Aunque ellos también tuvieron que adaptarse a circunstancias cambiantes, el que no les haya sido tan fácil imaginarse subordinados injustamente a enemigos implacables resueltos a destruirlos les ha permitido ser más pragmáticos que los líderes de países al parecer irremediablemente atrasados. Si bien en ocasiones los norteamericanos trataron a los japoneses como los artífices de sus desgracias y últimamente algunos comenzaron a acusar a los chinos e hindúes de robarles empleos, tales reacciones no incidieron demasiado en su forma de pensar.

En teoría, «la convergencia» de los países pobres con los ricos que fue prevista por muchos pensadores hace veinte o treinta años debería haber resultado sencilla. Mientras que las sociedades más avanzadas tuvieron que inventar virtualmente todo, desde procesos tecnológicos hasta nuevos métodos gerenciales, las demás pudieron observarlas con el propósito de ahorrarse los costos de los muchísimos errores cometidos y sacar beneficio de lo que ha probado ser viable. En realidad, empero, en este ámbito como en muchos otros, para la mayoría de los países el valor educativo de la experiencia ajena ha sido llamativamente escaso. Si bien lo lógico sería que sus dirigentes optaran por emular lo hecho por las sociedades consideradas exitosas tomando en cuenta las diferencias locales, casi todos prefirieron importar las ideas de grupos amenazados por los cambios o que, enriquecidos por ellos, asumieron una postura contestataria. No es que todas las élites tercermundistas hayan preferido mantener a sus compatriotas en la miseria, es que su temor a los cambios que les permitirían dejarla atrás ha sido tan intenso que terminaron frustrando todos los esfuerzos por acelerar el desarrollo.

Se dan algunas excepciones a esta regla lúgubre, de las que la más importante es China. Aunque desde comienzos del siglo XIX las distintas élites chinas fueron tan proclives como el que más a entregarse a la autocompasión y a atribuir sus problemas a las malas artes de los imperialistas para negarse a intentar solucionarlos, los ha salvado de la parálisis la arrogancia cultural propia de un pueblo acostumbrado durante milenios a creerse «central» y por lo tanto destinado a dominar a sus vecinos. Además, las proezas de enclaves chinos decididamente pragmáticos de ultramar como Taiwán, Singapur y el recién reincorporado Hong Kong han demostrado a los gobernantes, los que son más nacionalistas que comunistas, de que bien administrado su país podría erigirse en una nueva superpotencia en un lapso muy breve. Ultimamente, pues, en China se generó un clima casi norteamericano de confianza en la capacidad propia.

En cambio en Europa parecería que los vientos están soplando en la dirección contraria. El antinorteamericanismo de las élites de países como Francia y Alemania se alimenta de la conciencia de la propia debilidad no meramente militar, sino también económica y cultural frente a la superpotencia. Aunque los gobiernos de aquellos dos países y de otros como Italia saben perfectamente bien lo que tendrían que hacer para avanzar a un ritmo adecuado, entienden que la resistencia interna sería tan fuerte que acaso les convendría más limitarse a intentar algunas reformas menores, cruzar los dedos y rezar. Se trata de una actitud que es muy similar a la de tantos dirigentes latinoamericanos que ya abandonaron la esperanza de que un día su país igualara a los más dinámicos y por lo tanto eligieron dedicarse a la «lucha» contra el estado del mundo, por suponer que sería más digno proclamar que en el fondo el fracaso es mejor que el éxito, por representar una especie de triunfo moral.


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