Los penales

Por Félix E. Sosa

Se contaron (y fue difundido por la prensa) que al momento de recibir los premios por el segundo puesto o subcampeonato, tanto los jugadores de Boca Juniors, perdidosos en el desempate por la Copa Libertadores con el Once Caldas de Colombia, como los de nuestro seleccionado, que sufrió igual destino en el desempate de la Copa América contra Brasil, rechazaron las medallas o se deshicieron públicamente de ellas después de receptarlas.

Más allá de que dicho sistema de desempate es una verdadera lotería, llama especialmente la atención que toda la valoración de los jugadores se centre en lo ocurrido en esos cinco estresantes minutos; los aficionados, a su vez, suelen olvidar lo que ocurrió durante el verdadero partido de fútbol, el que duró 90 minutos y de la valoración de los cuales, obviamente, se desprende que la derrota del seleccionado fue mucho más «injusta» (si es que vale tal adjetivo) en tanto y en cuanto había hecho sobrados méritos para ganar, de lo que lo privaron la mala suerte y algún bajón anímico (supongo). Es importante destacar que desde el punto de vista estadístico debe entenderse que existieron méritos parejos, en la medida en que el resultado final fue un empate y que al fútbol nadie le ganó a nadie. Solamente hubo un método de desempate, más o menos adecuado (pero alguno tenían que inventar), que dio vuelta la rueda de la fortuna a favor de uno u otro.

Tal parece de esto que el salir segundos o subcampeones representaría una humillación insoportable y que nuestros equipos no podrían justificar su «performance» sino obsequiándonos el primer puesto. Algunos podrán hablar de la reconocida soberbia de los argentinos, respecto de la cual circulan muchos chistes, pero específicamente en el caso, no creo que se trate de eso.

El mal es generalizado: en casi todo el mundo y en todas las clases sociales, las expresiones mediáticas, las conversaciones de café, las decisiones de los dirigentes y el sentimiento popular, se privilegia el resultado, se cantan loas al exitismo y se glorifica el triunfo como fin irrenunciable; la pasión deportiva no se identifica mayoritariamente con la admiración por el buen juego (mucho menos si lo practica el contrario), sino que se reclama y se exige como un derecho, que el equipo representativo de nuestro barrio o de nuestra parcialidad o Nación gane por cualquier medio. Sin distinguir si éste es lícito o no, lo importante es ganar. Es así como elogiamos un gol conseguido antirreglamentariamente, atribuyéndolo a «la mano de Dios» o cualquier otro tipo de triquiñuela: el único fin aceptable es vencer.

La difusión actual del deporte como actividad que concentra la atención de la gran mayoría de la población tiene su data de nacimiento en la reinstauración, a fines del siglo XIX, de los Juegos Olímpicos, por gestión promovida por el barón Pierre de Coubertin, en los propios albores de la era de la comunicación, que contribuyó a difundir masivamente los resultados de las confrontaciones poniéndolos al alcance del común de la gente.

En la formulación originaria de este renacimiento deportivo, y de la consecuente organización de los torneos y las agrupaciones deportivas, se promocionaba al deporte como una actividad noble, de sana rivalidad y que, en la concepción originaria del aristócrata francés, contribuiría a la unión de los pueblos y al respeto entre los adversarios, entendiéndose como un pre-supuesto necesario que el triunfo era un objetivo, pero no el primordial, siendo necesario saber ganar y especialmente saber perder, acuñándose entonces la frase «lo importante es competir».

Sin embargo, a muy poco andar, los aficionados a las actividades depor

tivas masivas, como el fútbol, seguidos a continuación por los deportistas como protagonistas, por los medios y los poderes públicos, privilegiaron el resultado como objetivo primordial e irreemplazable y cuando la competencia es internacional, como afirmación o glorificación de la nacionalidad propia. Se impuso así en el deporte la concepción de los fanáticos o»fans», por encima de la de aquellos aún fieles al ideal de Coubertin.

Es así como Mussolini organizó el Mundial de Fútbol del '34 y Hitler los Juegos Olímpicos del '36, con una consigna claramente establecida: hay que ganar para demostrar la superioridad nacional, es imperioso ganar, no se compite para competir (fin en sí mismo), sino que la competencia se reduce a un mero medio, con un fin absolutamente excluyente: competimos para ganar y no para otra cosa. El comunismo no se privó tampoco de entrar por esta variante: afirmaron su superioridad en sucesivos juegos olímpicos a través de supuestos deportistas «amateurs», reconocidamente subsidiados por el Estado. Ejemplos locales no faltan, con la organización del Mundial de Fútbol del '78 por los militares de la dictadura entonces vigente en la Argentina, o la guerra entre dos países centroamericanos cuyo detonante fueron las eliminatorias para un Mundial de fútbol.

El resultado es el triunfo del fanatismo y el olvido de la noción original de deporte, que viene a terminar totalmente degradada o pervertida. El fanatismo es siempre repudiable, ya en la esfera religiosa (la Inquisición, Al Qaeda,….) como en la política (el maccarthismo, el nazismo, el fascismo y otros……). Implica la negación de la diferencia y la privación del respeto al otro, al semejante, al que se anatematiza por el sólo hecho de actuar, parecer, creer o pensar distinto. El ocasional oponente es visto como enemigo, contra quien todo vale. En la esfera deportiva, más específicamente la futbolística, concluye muchas veces con muertes de la «barra» contraria, cuando no de autoinmolaciones (algunos brasileños al perder un Mundial) y lamentablemente esta hipervaloración resulta considerada «natural» o justificable, no sólo por los lúmpenes y marginales que constituyen el corazón de las «barras bravas», sino también por periodistas que debieran orientar la opinión por intelectuales, profesionales y personas que en condiciones normales suelen reprobar la exteriorización de otros tipos de fanatismos.

En algunas disciplinas de menor difusión, como el tenis, se puede observar aún la vigencia del espíritu originario con que se concibió la competencia deportiva: los oponentes se dan la mano antes de comenzar, se congratulan mutuamente por el juego después de terminar el partido y se mantiene en todos los niveles un estricto respeto entre los deportistas, cuyas declaraciones no muestran resentimiento ni vanagloria.

La contracara son el fútbol y otros deportes de masiva difusión, en los cuales se dan los fenómenos que hemos analizado en los párrafos precedentes. No se sabe ganar, se «sobra» o se hace mofa del derrotado o se afirma con soberbia como permanente una superioridad sólo momentánea; tampoco saben perder, no se congratula al ganador y siempre se encuentran justificaciones para la derrota, cualquier excusa -preferentemente extrafutbolística o referida a supuestas incorrecciones del arbitraje- para no admitir simplemente que se perdió porque no se jugó mejor. El deporte debiera ser una escuela de autosuperación, en donde como principio, cuando perdemos, es simplemente porque tenemos que hacer las cosas mejor.

Si pretendemos que la evolución de la especie humana tienda al mejoramiento moral de la misma, deberá admitirse entonces que las actitudes que rodean a estas competencias deportivas, y que acabamos de señalar, en nada nos benefician y aquellos responsables de orientar la opinión deberían proscribir ese tipo de actitudes, procurando la recuperación del verdadero sentido del deporte. De esta forma quizás pueda ser que alguna vez comprendamos que un circunstancial segundo puesto o subcampeonato es para festejarlo, en tanto demostración de ser casi los mejores, en vez de sentirnos humillados. De este modo puede ser que cuando nos toque -circunstancialmente, también- ganar y ocupar el lugar de los mejores, lo hagamos con mayor equilibrio y madurez.

 

(*) Abogado. Ex camarista.


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