Los tres Choele

Al igual que tantas otras poblaciones, Choele Choel no ocupa en la actualidad el sitio que le eligieron inicialmente. Es más, caprichos de la historia, ni siquiera conservó aquel nombre original que se le impusiera en ese momento. El propio coronel Conrado Villegas, y en el mismo día en que fundó el pueblo, encabezó una conocida carta a su esposa en «Choelechoel», contradiciendo con ello su propio acto de denominar al sitio Avellaneda.

Durante sus primeros años de vida el pueblo fue visitado por distintos personajes que de una u otra manera reflejaron sus impresiones y que hoy, a más de cien años de los hechos, nos permiten reconstruir en parte al menos la realidad de aquellos días. Entre ellos, un conocido marino -Santiago Albarracín- por entonces en la flotilla del río Negro, dejó en sus escritos claras referencias de estos «tres Choele» que hoy nos ocupan.

Más precisamente, en 1882 y a su paso por el río, nos habla del pueblo nuevo y de los campamentos viejos, lo que no sólo lo confirma, sino que, además, nos da algunas referencias de sus posiciones geográficas Este deambular del pueblo por la ribera rionegrina tuvo su inicio en 1879 cuando la Primera División del Ejército bajó al valle y, luego de cruzar el Salado, acampó dentro de la denominada isla Pacheco, a las orillas mismas del caudaloso cauce principal Resulta curioso que Olascoaga, jugando por entonces con una de las tantas explicaciones ensayadas para el topónimo «Choele Choel», lo quisiera justificar con los restos visibles de anteriores crecientes, los que, pendiendo de los sauces a considerable altura, no dejaban de representar una seria advertencia al momento de ubicar la población.

Para el 9 de julio -al mes y medio de establecidas las tropas a la vera del río Negro-, cuando ya un buen número de barracas, ranchos y otras edificaciones había sido construido para resguardo de la tropa, se fundó oficialmente el pueblo. «Una mañana -dice el comandante Prado-cuando un grupo de oficiales nos entreteníamos calculando sobre el porvenir de aquel pueblo […] un indio viejo se acercó a nosotros y en su media lengua […] dijo que hacía veinte años merodeaba por aquellos lugares […] cuando allá lejos, agregó, en tierra de chilenos llueve, el río Negro crece, se hincha y revienta luego inundando estos valles». Y así fue; no pasaron muchos días para que el nivel de las aguas comenzara a preocupar.

La creciente fue tan brusca y sorpresiva que para el 17 de julio el Salado y otros zanjones estaban «a nado» y poco pudo hacerse. Villegas, sorprendido, decidió permanecer en el sitio pese al constante crecimiento del río, la carencia de víveres y, como si esto fuera poco, con el invierno encima. «El río -escribió J. J. Biedma- parecía unir sus iras a las del salvaje».

En sus sentidos relatos Prado describe la angustia de aquellos momentos: «Se quemaron las cuadras de la tropa y los ranchos […] faltó la carne […] los caballos de servicio que quedaron en el campamento [se repartían] en porciones tan repugnantes por el estado de los animales, como homeopáticas por la cantidad. Sentíamos hambre y frío. Faltó la sal. El suelo, bajo la presión del pie, se hundía; el agua brotaba de todas partes» Pasaron de aquel modo veinte largos y angustiosos días, prácticamente sobre un pantano o en el agua misma y casi sin alimentos, hasta que finalmente una fría mañana de agosto, aprovechando una bajante del río y el barro congelado por la helada, la división -no sin dificultades- pudo retirarse del sitio, el cual a los pocos días fue totalmente cubierto por un nuevo repunte de las aguas Prado relata que varias horas de esfuerzos los pusieron a salvo de las aguas y a la noche, sobre las bardas, cuando el asado y el mate los reunió en torno del fogón, todo volvió a ser festejo. Al día siguiente, luego de una corta marcha, se trasladaron a una aproximación de las bardas sobre el río y allí, garantizadas la proximidad al agua y una posición resguardada, decidieron establecerse.

Unos cuatro meses después de la inundación, Estanislao Zeballos visitó los restos del malogrado asentamiento: «200 barracas que aún contemplo allí acreditan el primer esfuerzo de población […] había una aldea delineada con 180 casas de adobe y techo de paja» En San Pablo, la estancia de Belisle, terminaron sus días como peones no pocos veteranos del desierto; e l hijo del coronel -don Félix Belisle- seguramente escuchándolos a ellos o a su mismo padre, refería detalles de estos hechos que decía que habían tenido lugar en tierras de El Hinojo, uno de los puestos de aquella estancia, hecho que concuerda de alguna manera con la ubicación dada por Albarracín a su paso por el río.

Por su histórica condición de nudo de caminos, avanzada militar y porque aún seguía siendo la Comandancia de la Línea Militar del Río Negro y Neuquén, Choele Choel -ya en su segundo emplazamiento- continuó siendo paso obligado para numerosas personalidades de entonces.

Entre otros en 1880, escapando de las tolderías de Sayhueque y sin mucho tiempo para apreciar mayores detalles, pasó por el pueblo el «Perito» Moreno, cruzándose en el sitio con el padre Espinosa; se hospedaron ambos, en aquella oportunidad, en la casa del comandante M. Fernández Oro.

Pero es tanto por Albarracín como por Zeballos que tenemos los mayores detalles de aquel segundo Choele Choel. Para el primero, que en varias ocasiones amarró «frente a la casa del General Villegas», aquel pueblo «es espacioso; las construcciones son de barro, ramas y paja; pocas hay de ladrillo y blanqueadas, algunas son de adobe crudo». En sus relatos refiere claramente el «arroyo Choele Choel» -brazo de acceso hoy casi seco-, donde a su vez y desde su embarcación dibujó las barrancas que aún caracterizan al sitio; y quizás sea ésta la única vista que conservamos de aquella población.

Por su parte, Zeballos, que llegó aquí por la antigua rastrillada a fines de 1879 cuando el ejército apenas llevaba cuatro meses de instalado en el promontorio arenoso, detalla que encontró a las tropas cubriendo unas ciento setenta cuadras, con treinta manzanas edificadas, cuatrocientos edificios sólidos y hasta… un teatro! Pero pese a este aparente progreso, y si bien se dice deslumbrado por los preciosos atardeceres y el cielo nocturno, se muestra en cambio espantado por los fuertes vientos, la arena y el calor que durante el día lo envuelven todo: «mi opinión -nos adelanta impresionado por ello- era que si el primer Avellaneda fue despoblado por el oleaje invasor del río, el segundo iba a serlo por el movimiento abrasador de las arenas» Aquel presentimiento de Zeballos se concretó finalmente en marzo de 1882.

Cuando un respiro en las últimas campañas lo permitió, el 6 de Infantería por entonces acantonado en Choele Choel, trasladó la población a su sitio actual. Con ello, el arenal fue abandonado y para cuando W. J. Molins visitó la zona hacia 1919 apenas encontró vestigios: «Sólo ha quedado en pie la comandancia que ocupó el general Villegas y una media docena de robustos álamos que resisten como atalayas los embates del tiempo». Con los años el monte acabó con todo y el sitio recuperó su aspecto natural.

Concretada esta última mudanza, el tercer Choele Choel conservó por algunos años su carácter militar, dado que aún subsistía la resistencia indígena en la zona cordillerana. Es de destacar que junto al referido regimiento 6 de infantería, por largos años ligado al quehacer del pueblo, tuvieron también su asiento en esta plaza los regimientos 7 y 3 de caballería -el famoso «Tres de Fierro»-, orgullo de Villegas Por ese tiempo, 1884, comandaba las fuerzas locales el comandante Nicolás Palacios. En su casa y de paso al sur se alojó otro conocido explorador patagónico, Ramón Lista, que también nos dejó una interesante postal de aquel viejo Choele: «Recuerdo que era un día primaveral […] veíanse cruzar a pie mujeres indígenas […] engalanadas con sus trajes […] soldados e indios montados […] allí se vociferaba en español y araucano, se hacían apuestas y se elegían rayeros […] flacos y famélicos perros, de múltiples colores y diversas razas, correteaban por entre la apiñada muchedumbre, saltando y ladrando a la vez […] a las 5 de la tarde, después de mil incidentes, disputas, agrias increpaciones y más o menos crueles desengaños, terminaron las carreras en el pueblo de Choele Choel», nos dice Lista describiendo una pintoresca carrera de caballos en nuestra localidad hace ya ciento veinte años.

Cuando hacia 1891 se produjo el retiro de la casi totalidad de las tropas hacia General Roca, detrás de ellos marchó el grueso del «comercio» local. El padre Pedro Bonacina, que por entonces recorría la región, lo encontró como «un pueblo en ruina» y sin mezquinar elogios completa la descripción: «asqueroso lodazal que ha dejado el regimiento. Perros y mujeres viejas […] que han vivido en el vicio […] pobreza en toda la línea. Aislamiento y desanimación […] el vicio, el robo, el juego, el desenfreno total de las pasiones, una vida animal más que racional, es lo que predomina en este ex campamento militar». Sin duda el pueblo había caído en uno de sus períodos de decadencia.

Pero a partir de 1900 el ferrocarril y la capitalidad -aunque transitoria- marcaron coincidentemente y con el nuevo siglo, un punto de inflexión en el tiempo. Atrás quedó una época y se abrió otra. Si bien no nos han caracterizado el celo por preservar detalles de nuestra historia ni sus mismos rastros, caminando hoy por las calles de este tercer Choele Choel, es posible encontrar, aunque escasos, algunos vestigios de aquella lejana época. El ya centenario Hotel Río Negro, fundado por don Páride Guidi a partir de lo que fue la Intendencia de Guerra; o calle por medio, en Avellaneda y Rivadavia, las casas construidas por el comandante Luis Mansilla y el comerciante Miguel Castañeda, son algo de lo que con más de ciento veinte años a cuestas, sigue atando, sin embargo, dos épocas muy distantes y distintas de un mismo pueblo.  

 

Omar Norberto Cricco

Choele Choel, junio del 2003

 

Bibliografía principal

Conquista de la Pampa, Manuel Prado, Hachette, 1960

Estudios generales sobre los ríos Negro, Limay y Collón Cura y lago Nahuel Huapi, Santiago Albarracín, 1886

Viaje al País de los Araucanos, Estanislao Zeballos, Hachette, 1960

El Angel del Colorado, Raúl Entraigas, Don Bosco, 1958


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